PENSAMIENTOS…15
CENTRADOS EN DIOS INTRODUCCION
Nuestro pensamiento y nuestro corazón están siempre rastreando algo que nos haga felices. Consciente o inconscientemente estamos buscando a Dios, porque El es el Bien Infinito. Muchos no llegan a comprenderlo, por eso van detrás de mil cosas sin alcanzar nunca el éxtasis o la plenitud. Frente al problema de la vida, hay tres posturas fundamentales: los que creen plenamente en Dios, los que no creen nada, los que creen a medias. Los primeros viven con esperanza y gozo: son los místicos, los santos, las almas que ven a Dios en todas partes y lo sienten en su corazón. Los ateos viven con un horizonte cerrado, absolutizando o idolatrando los bienes de este mundo, o resignados a la insatisfacción, al límite y al fracaso. Los que tienen media fe, no terminan de convencerse de que hay que hacer una opción radical y definitiva por Dios; siguen en la mediocridad, apegados a la tierra, mirando al cielo, nunca satisfechos; es como si tuvieran dos novios/as, dos amores; muchas veces terminan por perder a los dos. La santidad, como la felicidad, se consigue decidiéndose por el todo. Por lo menos hagamos la prueba: concentrémonos en Dios. “Buscad primero el Reino de Dios”, nos dice Jesús. Estoy seguro que las veces que lo haremos, saldremos felices: “Contempladlo y quedaréis radiantes” dice el salmo. En las páginas que siguen trataremos de demostrar que si nos centramos en Dios, con nuestra mente, nuestra voluntad y nuestro corazón, viviremos felices.
+ Fr. Roberto Bordi ofm
INDICE Números
Centrados en Dios……………………………………………. 1- 19
Centrados en Cristo…………………………………………... 20-39
Dios, alegrías y sufrimientos ………………………………… 40-61
La liturgia, vivencia de lo divino……………………………… 62-72
Contemplativos en acción……………………………………. 73-93
Buscando a Dios en la oración……………………………… 94-124
Dios todo en todos…………………………………………….. 125-138
Conversión a Dios.……………………………………………. 139-154
Dios, la gran esperanza………………………………………. 155-164
Apéndice: Naturaleza divina y humana de Jesús
CENTRADOS EN DIOS
Centrarnos en Dios quiere decir abrir y enfocar nuestra mente, nuestro corazón y nuestra conciencia en Aquel que percibimos como lo infinito del Ser, del Bien y de la Perfección. En esta experiencia sentimos que Dios nos llena y nos rebasa, nos da alegría, consistencia y seguridad. Desde la contemplación de Dios salimos iluminados y fortalecidos, como los místicos, como los santos.
¿En qué están centrados la mente y el corazón de la gente? Es normal que los jóvenes y los adultos estén empeñados con todas sus energías e ilusiones en perseguir o mantener los bienes necesarios para la vida presente: la carrera, el trabajo, los negocios, el matrimonio, la familia… Tienen mucho futuro por delante y les parece que la vida nunca va a terminar. Es importante que sientan así la vida, para que cumplan con gana sus tareas y responsabilidades y vayan creciendo como personas. Entrados en la tercera edad, se cambia de perspectiva: advierten que el tiempo se achica, las fuerzas van mermando, los ideales se desvanecen, aparece el cansancio… Frente a esta sensación de acabamiento, algunos se aferran con más fuerza a la tierra; otros buscan el cielo, como lugar definitivo de reposo y plenitud. Es necesario que en toda la vida estemos centrados en Dios, porque desde Dios se miden los verdaderos valores, las prioridades y las energías, y nos ahorramos tantos errores y horrores, y podemos afrontar el tránsito a la eternidad sin graves traumas.
No se puede vivir sin estar centrados en Dios. Hay personas extrovertidas y superficiales que parecen gozar de la vida sin necesitar a Dios; pero frente a los problemas de fondo, a los valores esenciales, se sienten mudos y vacíos, y pasan de una experiencia a otra sin estar nunca satisfechos del todo. Las personas que reflexionan, se encontrarán con el fondo de su alma y de su corazón que anhelan lo infinito, y si no descubren a Dios se sentirán decepcionados de la vida, cansados y aburridos. Quien está centrado en Dios recobrará la alegría de vivir, porque en El halla todo el Bien que busca; como cuando un joven se encuentra con su enamorada. Introvertidos y extrovertidos, ambos pueden llegar a Dios y adorarlo, alabarlo, gozarlo y bendecirlo: unos a través del mundo interior del pensamiento, del sentimiento y la conciencia; los otros a través de la contemplación de las maravillas del universo y los acontecimientos de la vida.
El sentido de la trascendencia, la capacidad lógica de captar las razones fundantes de la realidad y sus estructuras, el dinamismo de la fe y de la esperanza, la intuición de un Absoluto que sea el soporte del universo contingente y precario, hace que el hombre se vuelva religioso. Entonces se pone en busca de una Presencia que sea la razón de todo, y especialmente la respuesta a nuestros dilemas de vida o muerte, del ser o la nada, plenitud o vacío, felicidad o desgracia, verdad o error… Encontrar a Dios es hallar la solución definitiva al problema de la existencia y de la realidad. Advertir su presencia es llenar todos los vacíos y deficiencias a nivel ontológico, noético y psicológico.
Escuchar la conciencia es percibir la voz de Dios, porque El es quien imprimió en nosotros la ley moral. Los mandamientos y preceptos de la Revelación, refuerzan e iluminan nuestra conciencia para que llevemos una conducta perfecta, en vista a nuestra felicidad y a una adecuada relación con el prójimo y con Dios. Estar atentos a la conciencia, que en cada momento nos guía e ilumina, es estar en permanente contacto con Dios.
Hay momentos en que experimentamos mucha paz y alegría, y nos sale espontáneo agradecer a Dios. La gratitud es un sentimiento que nos relaciona profundamente con los que nos benefician. Dios es nuestro mayor bienhechor, porque nos brinda los dones más grandes, como la vida, las capacidades físicas e intelectuales, el amor y la conciencia, los recursos de la naturaleza… y más todavía, nos invita a compartir su vida divina para que tengamos plenitud y felicidad perfecta y eterna. Nadie nos ama como Dios. Nadie nos colma de bienes como Dios. Si sabemos valorar todo esto, viviremos en permanente gratitud, dándole gracias en todo momento. Es una de las modalidades de estar centrados en Dios.
Muchas almas que alcanzan un alto grado de espiritualidad, experimentaron éxtasis, que consiste en quedarse prendido de Dios, arrebatado por su infinita belleza y riqueza. La palabra “éxtasis” quiere decir salirse de sí mismo para estar en otro. El éxtasis religioso es causado por el amor irrefrenable hacia Dios que nos atrae con su infinita perfección y con su amor sin medida. Lo que produce ese movimiento interior hacia afuera, hacia Dios, es el Bien infinito que se goza en la contemplación de Dios. El éxtasis tiene efectos somáticos, como desvanecimiento, arrobamiento, levitación y otros fenómenos sensibles, que no son la esencia de la experiencia religiosa, sino la consecuencia de un amor muy intenso que afecta también al cuerpo. Sucede también en el orden natural, especialmente en las emociones muy fuertes de dolor o de gozo. El éxtasis religioso manifiesta la importancia de salirnos de nosotros mismos para centrarnos en Dios, en quien se halla el gozo pleno de nuestra alma.
Hay tres experiencias fundamentales en nuestra relación con Dios. - La primera es entender que Dios es nuestro origen y nuestro destino. - La segunda, que “Dios está todo en todos” (1Cor 15,28) y “en El vivimos, nos movemos y existimos“ (Hech 17,28). - La tercera: El es nuestro Padre, el Amor, el Bien total, el Absoluto. En El tenemos gozo, amparo, fundamento y plenitud.
En nuestra experiencia religiosa podemos comprobar cómo es Dios quien toma la iniciativa (1Jn 4,19) y nos alcanza con su presencia y con su amor, en la Historia Sagrada, en Cristo, en la Iglesia, en los Sacramentos, con las luces y el poder de su gracia. Es Dios que nos atrae, una vez que lo conocemos como Bien Infinito: “Esta es la vida eterna, que te conozcan a Ti, único Dios verdadero y al que Tú has enviado” (Jn 17.3)
Los hombres estamos inmersos en Dios como los peces en el agua, como el bebé en el vientre de su madre, como el universo que está todo compenetrado por el magnetismo o gravedad universal. Subsistimos gracias al poder de Dios, en el orden natural y sobrenatural. Nuestra alma no puede vivir sin Dios, como nuestro cuerpo no puede vivir sin el oxigeno, el agua, la luz y los alimentos. Nuestra realización plena está en participar de la vida divina, porque nuestro corazón y nuestro espíritu necesitan los bienes infinitos, perfectos, imperecederos, no limitados, que solo se hallan en Dios.
“Caminaré en presencia del Señor” (Sal 114,9). Los místicos, los contemplativos han adquirido la capacidad de vivir siempre a la presencia del Señor. Saben que Dios los está mirando y oyendo, que los ama y animan a crecer en la perfección, y que espera de ellos un amor sincero. La presencia del Señor debe motivarnos a vivir en santidad. No podemos sustraernos a la mirada de Dios, porque Él sabe todo de nosotros: lo que pensamos, lo que decidimos, lo que queremos, pues con su poder creador, está a la raíz de nuestro ser y de nuestras facultades. Dice el salmo 138: ”Señor, tú me sondeas y me conoces; me conoces cuando me siento o me levanto, de lejos penetras mis pensamientos; distingues mi camino y mi descanso, todas mis sendas te son familiares… ¿Adónde iré lejos de tu aliento, adónde escaparé de tu mirada? Si escalo el cielo, allí estás tú; si me acuesto en el abismo, allí te encuentro”. Nosotros podemos olvidarnos de que Dios está presente, pero El sigue con nosotros y “dentro de nosotros”.
Para estar centrados en Dios debemos “orar en todo tiempo” (Ef 6,18), “en todo lugar” (1Tim 2,8); perseverar “siempre en la oración” (1Tes 5,17). Jesús también nos pide “velar y rezar para no caer en la tentación” (Mt 26,41). La iglesia primitiva aprendió esta lección y mantuvo el compromiso de orar continua e incesantemente. Incluso antes del día de Pentecostés, los 120 discípulos se reunieron en el aposento alto y "perseveraban unánimes en oración" (Hech. 1:14). La oración “incesante” significa permanecer en sintonía con Dios, desde el corazón amante, obediente y contemplativo, mientras cumplimos con nuestras tareas cotidianas.
Unificar los deseos, fijar la atención en Dios, concentrarnos, tomar contacto con el Señor que está siempre disponible y presente, resplandeciendo con su belleza y ardiendo con su amor infinito; esta debe ser nuestra ocupación principal: “Buscad primero el Reino de Dios” (Mt 6,33). Debemos comprometernos para que se hagan realidad las primeras tres peticiones del Padre Nuestro: “santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo” (Mt 6,9).
La vida cristiana, especialmente la vida religiosa, con su opción radical por Dios, es toda alegría, porque Dios es el Sumo Bien. Entonces, si queremos una humanidad más feliz, debemos trabajar para que Dios ocupe el primer lugar en el corazón y la mente de los hombres, y sea el punto de referencia constante en nuestra vida, en nuestra iglesia y en la sociedad.
Podemos vivir de dos maneras, como efectivamente sucede en la realidad: centrados en nosotros mismos, con nuestros proyectos, nuestras fuerzas y autosuficiencia; o vivir confiados en Dios, cumpliendo con su voluntad y sus planes de salvación. Sabemos de antemano, que Dios es perfecto, omnisciente, todopoderoso y todobondadoso; mientras los hombres somos imperfectos, limitados en nuestros conocimientos y en nuestros poderes, por lo tanto la conclusión es lógica: nos conviene optar por Dios.
Descubrir a Dios significa entender que no hay creación sin el Creador, como no hay arte sin artista, no hay libro sin escritor, no hay ciencia sin investigadores, no hay hijos sin padres… Los astrónomos hablan de un “diseño inteligente”, porque en el universo ven orden, belleza y finalismo. Los ojos pasan los datos a la inteligencia, y esta llega a ver a Dios como causa y fundamento de todo.
El Salmo 42,2 dice: “Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo entraré a ver el rostro de Dios?”. Estar centrados en Dios significa estar atentos a los anhelos del corazón, a las luces de la mente y a la voz de la conciencia. Desde nuestra interioridad podemos unirnos a Dios, no como proyección de nuestros deseos, porque sería encontrarnos solamente con… nuestros deseos; sino como aceptación de la invitación de Dios a la comunión de vida con El. Nuestros deseos y anhelos caerían en el vacío si Dios nos rechazara, o si nosotros lo rechazamos a El.
Estar centrado en Dios requiere una búsqueda permanente de su rostro (Ps 27,8) como los girasoles que se orientan todo el día hacia el astro de la luz. No es suficiente reconocer a Dios a la manera del deísmo, es decir una divinidad anónima, muda, lejana e inaccesible a nuestro corazón. Lo que alegra nuestra vida es el Dios Padre, el Dios Amor, el Dios Luz, el Dios Belleza, revelado por Jesucristo, que nos escucha y nos atrae con su amor y su esplendor.
E.Torricelli en 1644 demostró con un experimento sencillo, que la antigua creencia de que “la naturaleza tiene horror al vacío”, no era cierta; que sí hay vacíos. A pesar de todo el ser humano tiene horror al vacío psicológico, afectivo, existencial. En efecto cuando le falta amor siente como un hueco en su corazón, sufre soledad, se siente incompleto, necesita relacionarse con los demás. La experiencia nos dice que los amores humanos son insuficientes para llenar el corazón. Solo un absoluto podrá colmar nuestro vacío interior, es decir solamente Dios, porque es el único Absoluto.
CENTRADOS EN CRISTO
“Para mí la vida es Cristo” dice San Pablo. El mismo Jesús afirma ser “el camino, la verdad y la vida”(Jn 14,6); y que vino para darnos “vida en abundancia”. Nos invita a estar unidos a EL, para que podamos dar frutos de vida eterna. Vuelve a insistir: “Permanezcan unidos en mi amor” (Jn 15,16). “Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,6). Unidos a Cristo, hechos “hijos en el Hijo”, recibimos la mirada de amor del Padre y su abrazo.
“Arraigados y edificados en Cristo” (Col 2,7) nuestra vida estará asentada sobre roca: “Quien escucha mis palabras y las pone en práctica, es como aquel que construye su casa sobre roca” (Mt 7,24). Unidos a Cristo, injertados en él como el sarmiento a la vid, correrá por nuestras venas la sangre divina, daremos mucho fruto (Jn 15,1-5) y tendremos vida inmortal (Jn 6,54). El bautismo hace nuestra unión permanente con Cristo, que se vuelve más profunda en la Eucaristía: “Quien come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él” (Jn 6,56). El Espíritu Santo con sus dones refuerza nuestro vínculo con Cristo. San Pablo nos pide que nos “revistamos de Cristo” (Rom 13,14), que nos identifiquemos con él así como lo logró el apóstol: “Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mi” (Gal 2,20). Pero es sobre todo el amor que nos une y nos centra en Cristo: “Si alguno me ama, guardará mi palabra; y mi Padre lo amarán, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn. 14,23).
La lógica del amor implica cercanía, comunicación, identificación, deseo de asimilación, casi exigencia de "devorar" a la persona amada ("te comería" dice la madre contemplando entusiasmada a su hijito). Ofrecerse para que el otro pueda existir en plenitud y verdad: he ahí el otro gran signo del amor. "Comer a Dios, es también el deseo secreto del hombre ávido de absoluto y de plenitud" (P. Bockel). Y Cristo responde a esta aspiración loca: "El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna” (Jn 6,54).
La unión con Cristo será perfecta cuando estaremos dispuestos a compartir también su pasión y aceptar los sufrimientos que deriva de ser fiel a su amor y su evangelio (cfr Lc 9,22-25; Col 1,24). San Pablo escribe a los Romanos: “¿Quién nos podrá separar del amor de Cristo? ¿Tribulación, angustia, persecución, hambre, desnudez, peligro, espada?... En todo esto salimos vencedores, gracias a aquel que nos amó” (Rom 8,35-37). Los padres, los amigos, las personas que aman, gozan y sufren con las personas amadas. Cristo se compadeció de nosotros (cfr Mc 9,26), y sufrió para salvarnos (Heb 2,10; 5,7-8). San Francisco de Asís quiso hacer suyo el dolor de Cristo, y recibió las santas llagas en las manos, los pies y el costado. Si amamos a Cristo desearemos ayudarlo a llevar la cruz, como el Cirineo; estaremos en el Calvario como su Madre, la Magdalena y Juan. Y sobre todo trataremos de aliviar sus sufrimientos en el prójimo necesitado, con quien se identifica (cfr. Mt 25,35-45).
El amor es lo que une vidas y corazones. Dios cargó a los hombres no solo con energía física, sino también psíquica y espiritual. Todo ser humano viene al mundo con una gran potencialidad amorosa. Por eso se forman las parejas y los núcleos familiares, las amistades, los grupos sociales, y la inmensa red de relaciones que hace de la humanidad una sola familia. El amor, como la inteligencia y las demás facultades, están orientadas hacia la perfección, hacia lo absoluto. Por eso tienden hacia a Dios. Más aún, Dios es el manantial infinito del amor que anima todos los seres humanos y hace gozosa nuestra vida. Entonces si estamos centrados en Dios, viviremos con más amor y más alegría.
Es importante tomar conciencia de nuestra una unión vital con Cristo por el bautismo, porque eso nos permite participar de la vida divina. Jesús lo explica con la parábola de la vid y los sarmientos (Jn 15,1-5). San Pablo dice a los Romanos que “hemos sido hecho una sola cosa con Cristo” (Rom 6,5). A los Gálatas les dice: “todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gal 3,28). A los Corintios les recuerda que “del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros… no forman más que un solo cuerpo, así también Cristo. Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo (de Cristo), judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu” (1 Cor 12,12-13).
En el himno cristológico de Col. 1,12-20, San Pablo nos presenta a Cristo como la “imagen del Dios invisible”, en quien “reside toda la plenitud divina”. El Padre “por él quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz”. Cristo es “la cabeza del cuerpo místico que es la Iglesia”. El es “el principio, el primogénito, el primero en todo”. “Por medio de él fueron creadas todas las cosas” y “todo se mantiene en él”. Es evidente para el apóstol, que Cristo lo “recapitula todo” (Ef 1,10) en sí mismo para presentarnos al Padre y recibir el abrazo de su amor infinito.
Toda la vida buscamos relacionarnos con personas que nos aporten felicidad: familiares, amigos, enamorados, gente de calidad y de calidez… ¡Quien más que Cristo puede hacer nuestra felicidad, que con “su plenitud lo llena todo en todo”? (Ef 1,23). San Juan dice: “De su plenitud hemos recibidos todos gracia sobre gracia” (Jn 1,16). Por eso Benedicto XVI en la “Porta fidei” nos invita a “fijar la mirada en Cristo” para el año de la fe y en toda nuestra vida.
Jesucristo vino al mundo para redimirnos. “No hay otro nombre bajo el cielo en quien podamos hallar la salvación” (Hech 4,12). Entonces debemos estar pendientes de El, escuchar su palabra, cumplir con sus preceptos y enseñanzas, confiar en sus promesas de vida eterna, imitarlo en su vida y agradecerle su encarnación y su pasión salvadora. El puso todo de su parte: su palabra, su poder, su vida, su sangre, su gracia. Nosotros también debemos poner nuestra contraparte. Concretamente el Señor nos pide fe y conversión: “Conviértanse y crean en la Buena Noticia, porque el Reino de los Cielos está cerca” (Mc 1,15).
Si queremos alcanzar aquella perfección que el mismo Jesús nos pide: “Sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto”, debemos fijarnos de manera permanente en su conducta personal, en relación al Padre y al prójimo. Debemos ir corrigiendo nuestra vida ajustándola a su perfección humana, moral y espiritual. San Francisco de Asís imitó a Cristo al pie de la letra, y se hizo santo. Observando a Cristo de cerca, seguramente notaremos una gran diferencia entre su vida y la nuestra. Si hacemos referencia constante a sus virtudes, y nos esforzamos por imitarlo, iremos transformándonos en verdaderos “cristianos”, es decir hombres como Cristo, hombres perfectos y dichosos.
Santo Tomás de Aquino en su Conferencia 6 sobre el Credo, señala a Cristo crucificado como ejemplo de todas las virtudes. “Si buscas un ejemplo de amor – dice el santo – nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos… Si buscas un ejemplo de paciencia, encontrarás el mejor de ellos en la cruz… Si buscas un ejemplo de humildad, mira al crucificado: él que era Dios se dejó juzgar y condenar por Poncio Pilato… Si buscas un ejemplo de obediencia, imita a aquel que se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz… Si buscas un ejemplo de desprecio de las cosas terrenales, imita a aquel que siendo Rey de reyes y Señor de señores… está desnudo en la cruz, burlado, escupido, flagelado, coronado de espinas…”. Todos sus actos estaban dirigidos a complacer al Padre.
Todo cristiano debe estar atento a las palabras de Cristo, especialmente a su ejemplo de vida. Jesús insistió mucho en cumplir la voluntad de Dios, y la cumplió hasta el sacrificio de su vida en la cruz. El demonio, desde el comienzo de su vida pública, trató de desviarlo de la voluntad del Padre, con las tres tentaciones, con las que pretendía apartarlo de su misión redentora. Rechazando las tentaciones, Jesús nos enseña que el camino de Dios y de la santidad va por la oración, la penitencia purificadora, la renuncia a la idolatría de las riquezas y del poder, la humildad y sencillez frente a Dios y a los hombres. La sensualidad, la codicia y el orgullo son las tentaciones más fuertes con que el demonio intenta llevar a la ruina a todos los hombres. Jesús nos enseña que esta clase de tentaciones demoníacas, se vencen solo con la “oración y el ayuno” (cfr. Mt 17,14-21).
Después de los tres años que los apóstoles estuvieron con Jesús, no se olvidarán jamás de El. El encuentro con el Señor les cambió la vida. Totalmente compenetrados de su mensaje y de su persona, lo llevaron en el corazón hasta dar la vida por El. Vivieron y murieron por su Reino. La vida cristiana es seguimiento de Cristo. En el Nuevo Testamento se encuentra 90 veces este concepto. Jesús nos invita a seguirlo, porque El es el Camino, la Verdad y la Vida. Seguir a Cristo es andar por el camino del bien y la perfección; es descubrir al verdadero Dios y la autenticidad de nuestro ser; es gozar de la plenitud de vida. Y esto porque “en el reside toda la Plenitud de la Divinidad” (cfr Col 2,9-10; Jn 1,1-18).
La espiritualidad franciscana tiene como fundamento el “cristocentrismo”. Los teólogos franciscanos, siguieron la inspiración y el carisma de San Francisco de Asís, quien fue un “alter Christus” (otro Cristo) por identificarse tanto con el Señor hasta recibir las santas llagas. La vida del santo fue una imitación fiel de “Cristo pobre y crucificado”. Sus mayores devociones fueron la Encarnación y la Pasión, la Navidad y la Cruz. También para nosotros Cristo debe ser el centro, pues El es el modelo de todo hombre en relación con Dios y con los demás.
El cristocentrismo de los teólogos de la antigüedad y del Medioevo (San Agustín, San Anselmo, San Buenaventura, Duns Scoto, Santo Tomás, Molina…), como de los modernos (A.Grillmeier, T.de Chardin, H.U. von Balthazar, E. Schillebeekx, Juan Pablo II…), consideran a Cristo como el centro de nuestra existencia y vivencia, por revelarnos al Padre y por unirnos a Él en la plenitud de vida. La cristología esclarece plenamente la antropología. Así lo afirma también el Vat II° en la G.S. Nuestra existencia, nuestra dignidad y nuestro destino están iluminados y fundamentados por Cristo. El es nuestro soporte ontológico, metafísico, temporal y eterno (cfr Jn 1,3-4; 1Cor 3,11). El es el surtidor de todas las gracias (Jn 1,16; cfr Ef 3,8), el mediador, el contacto obligado para con Dios: “Nadie va al Padre sino por mí”(Jn 14,6). Cristo hace de todos los hombres, miembros de su Cuerpo Místico, y nos asocia en su contemplación y amor al Padre. San Pablo afirma que es “misterio de la voluntad de Dios… recapitular en Cristo todas las cosas, las del cielo y las de la tierra” (Ef 1,9-10; cfr Col 1,16). El “cristocentrismo” está bien fundado en la Sagrada Escritura. Entonces debemos centrarnos en Cristo, si queremos vivir en Dios.
Nuestros primeros padres Adán y Eva, los patriarcas, Moisés, los profetas, todo el pueblo de Israel, recibieron la promesa de un Salvador, un Mesías, y esperaban ansiosos su venida. María lo acogió en su seno y en su corazón purísimo y amantísimo. José, los pastores, los Reyes Magos, Simeón y Ana, Juan Bautista, los apóstoles, el pueblo sencillo y amante de Dios, lo aclamaron gozosos. Hasta los demonios lo reconocieron como el “Santo de Dios”. Las autoridades religiosas y políticas los crucificaron, pero no pudieron destruir ni su persona ni su obra, porque resucitó glorioso, para “dar vida en abundancia” a toda la humanidad. Cristo está puesto en medio de la historia como esperanza de vida eterna para todos: “A los que lo reciben y creen en su nombre, les da el poder de convertirse en hijos de Dios” (Jn 1,12). “Quien cree en mi, aunque haya muerto, vivirá” (Jn 11,25).
Los Evangelios registran el entusiasmo de la gente con respecto a Jesús. Lo seguían multitudes. “Todos te buscan”, le dijeron los apóstoles en Betzaida. “Todos te aprietan”, le dijo Pedro en Cafarnaúm (Lc 8,45). En el lago de Genezaret tuvo que subir a una barca para predicar a la multitud. En la multiplicación de los panes había cinco mil personas, sin contar las mujeres y los niños (Jn 6,1-15). Un paralítico no pudo entrar por la puerta para verlo a Jesús, porque la casa estaba repleta de gente, y lo descolgaron desde el techo (Mc 2,2-12). Cuando el Señor invitó a los discípulos a ir a un lugar solitario para descansar, se encontró con una gran multitud que lo esperaba; tuvo lástima de ellos y se dedicó a enseñarles (Mc 6,30-34). En el discurso de la montaña, lo escuchó una gran multitud de gente (Mt 5-6-7). Desde aquellos tiempos, las multitudes no cesaran, a través de los siglos, de acudir a Jesús para escucharle, pedirle sanación y salvación, porque El es el “Maestro bueno”, el “Buen Pastor”, el “Salvador”. El mismo nos invita: “Venid a mi todos los que estáis afligidos y agobiados, y yo los aliviaré (Mt 11,28)”. Y nos promete: “Cuando seré levantado en alto (en la cruz), atraeré a todos hacia mí” (Jn 8,27).
Juan Pablo II en su encíclica “Redenptor hominis” afirma: “debemos tender constantemente a Aquel «que es la cabeza» (Ef 1,10.22), a Aquel «de quien todo procede y para quien somos nosotros» (1C0r 8,6), a Aquel que es al mismo tiempo «el camino, la verdad» (Jn 14,6) y «la resurrección y la vida» (Jn 11,25), a Aquel que viéndolo nos muestra al Padre (Jn 14,9)… En Él están escondidos «todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col 2,3), y la Iglesia es su Cuerpo (cfr Rom 12,5; 1Cor 6,15; Col 1,24). La Iglesia es en Cristo como un «sacramento, o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1) y de esto es Él la fuente. ¡Él mismo! ¡Él, el Redentor!”
Para concluir este capitulito sobre la centralidad de Cristo en la Historia de la Salvación y en nuestra vida, leamos la carta a los Hebreos 1,1-14: “Dios, que muchas veces y de varias maneras habló a nuestros antepasados en otras épocas por medio de los profetas, en estos días finales nos ha hablado por medio de su Hijo. A éste lo designó heredero de todo, y por medio de él hizo el universo. El Hijo es el resplandor de la gloria de Dios, la fiel imagen de lo que él es, y el que sostiene todas las cosas con su palabra poderosa. Después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la derecha de la Majestad en las alturas… Al introducir a su Primogénito en el mundo, Dios dice: Que lo adoren todos los ángeles de Dios”.
El Papa Francisco dijo a los periodistas: "La Iglesia no tiene una naturaleza política sino espiritual; es el pueblo de Dios que camina hacia el encuentro con Jesucristo y solo en esta perspectiva se puede saber lo que hace la Iglesia Católica". Benedicto XVI en la Porta Fidei nos exhortaba a “tener la mirada fija en Jesucristo”. El Cristo de la cruz y el Cristo de la gloria, es el Maestro y el Buen Pastor que nos guía en nuestra conducta y nos acompaña hacia los pastos de vida eterna.
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