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Asesinato en el Orient Express AGATHA CHRISTIE Traducción: E. Machado-QuevedoGuía del lector A continuación se relacionan en orden alfabético los principales personajes que intervienen en esta obra: ANDRENYI (conde) y esposa: Él, diplomático húngaro; ambos, pasajeros del Orient Express. ARBUTHNOT: Coronel del ejército inglés en la India y viajero del citado ferrocarril. BOUC: Belga, director de la Compagnie Internationale des Wagons Lits y muy amigo de Poirot desde años atrás. CONSTANTINE: Médico, otro de los viajeros del mencionado tren. DEBENHAM (Mary): Compañera de viaje de los citados anteriormente. DRAGOMIROFF: Princesa rusa, también viajera del Orient Express. FOSCARELLI (Antonio): Vendedor de la Ford, otro de los viajeros del mismo tren. HARDMAN (Cyrus): Norteamericano, viajante, uno más de los pasajeros de dicho ferrocarril. HUBBARD: Anciana norteamericana, maestra, y también viajera como los demás. MACQUEEN (Héctor): Secretario de Ratchett. MASTERMAN: Criado de Ratchett. MICHEL (Pierre): Encargado del coche cama del Orient Express. OHLSSON (Greta): Enfermera sueca, viajera del mismo ferrocarril. POIROT (Hércules): Detective, protagonista de esta novela. RATCHETT (Samuel): Un millonario, viajero del Orient Express, asesinado en uno de los coches. SCHMIDT (Hildegarde): Doncella de la princesa, de viaje con la misma. Primera parteIEl pasajero del Taurus Express Eran las cinco de una madrugada de invierno en Siria. Junto al andén de Alepo estaba detenido el tren que las guías de ferrocarriles designan con el nombre de Taurus Express. Estaba formado por un coche con cocina comedor, un coche cama y dos coches corrientes. Junto al estribo del coche cama se encontraba un joven teniente francés, de resplandeciente uniforme, conversando con un hombrecillo embozado hasta las orejas, del que sólo podían verse la punta de la nariz y las dos guías de un enhiesto bigote. Hacía un frío intensísimo, y aquella misión de despedir a un distinguido forastero no era cosa de envidiar, pero el teniente Dubosc la cumplía como un valiente. No cesaban de salir de sus labios frases corteses en el más pulido francés. Y no es que estuviese completamente al corriente de los motivos del viaje de aquel personaje. Había habido rumores, naturalmente, como siempre los hay en tales casos. El humor del general —de su general— había ido empeorando. Y luego había llegado aquel belga, procedente de Inglaterra, al parecer. Durante una semana reinó una extraña actividad. Y luego sucedieron ciertas cosas. Un distinguido oficial se había suicidado, otro había dimitido; rostros ensombrecidos habían perdido repentinamente su expresión de ansiedad; ciertas precauciones militares habían cesado. Y el general —el general del propio teniente Dubosc— había parecido de pronto diez años más joven. Dubosc se había enterado de parte de una conversación entre su jefe y el forastero. —Nos ha salvado usted, mon cher —dijo el general, emocionado, temblándole al hablar el blanco bigote—. Ha salvado usted el honor del Ejército francés. ¡Ha evitado usted mucho derramamiento de sangre! ¿Cómo agradecerle el haber accedido a mi petición? El haber venido desde tan lejos... A lo cual el forastero —por nombre monsieur Hércules Poirot— había contestado afectuosamente, incluyendo la frase: «¿Cómo olvidar que en cierta ocasión me salvó usted la vida?». Y entonces el general había replicado rechazando todo mérito por aquel pasado servicio, y tras mencionar nuevamente a Francia y Bélgica, y el honor y la gloria de tales países, se habían abrazado calurosamente, dando por terminada la conversación. En cuanto a lo ocurrido, el teniente Dubosc estaba todavía a oscuras, pero le habían comisionado para despedir a monsieur Poirot al pie del Taurus Express, y allí estaba cumpliéndolo con todo el celo y ardor propios de un joven oficial que tiene una prometedora carrera en perspectiva. —Hoy es domingo —dijo el teniente—. Mañana, lunes, por la tarde, estará usted en Estambul. No era la primera vez que había hecho esta observación. Las conversaciones en el andén, antes de la partida de un convoy, se inclinan siempre a la repetición. —Así es —convino monsieur Poirot. —¿Piensa usted permanecer allí algunos días? —Mais oui. Estambul es una ciudad que nunca he visitado. Sería una lástima pasar por ella... comme ça. —Monsieur Poirot chasqueó los dedos despectivamente—. Nada me apremia. Permaneceré allí como turista unos cuantos días. —Santa Sofía es muy hermosa —dijo el teniente Dubosc, que nunca la había visto. Una ráfaga de viento frío recorrió el andén. Ambos hombres se estremecieron. El teniente Dubosc se las arregló para echar una subrepticia mirada a su reloj. Las cinco menos cinco. ¡Solamente cinco minutos más! Al notar que el otro hombre se había dado cuenta de su subrepticia mirada, se apresuró a reanudar la conversación. —En esta época del año viaja muy poca gente —dijo, mirando las ventanillas del coche cama detenido a su lado. —Así es —convino monsieur Poirot. —¡Esperemos que la nieve no se interponga en el camino del Taurus! —¿Sucede eso? —Ha ocurrido, sí. No este año, sin embargo. —Esperémoslo, entonces —dijo monsieur Poirot—. Los informes meteorológicos de Europa son malos. —Muy malos. En los Balcanes hay mucha nieve. —En Alemania también, según tengo entendido. —Eh bien! —dijo el teniente Dubosc apresuradamente al ver que estaba a punto de producirse otra pausa—. Mañana por la tarde, a las siete cuarenta, estará usted en Constantinopla. —Sí —dijo monsieur Poirot, y añadió distraído—: He oído decir que Santa Sofía es muy bella. —Magnífica, según creo. Por encima de sus cabezas se corrió la cortinilla de uno de los departamentos del coche cama y se asomó una joven al cristal. Mary Debenham había dormido muy poco desde que salió de Bagdad el jueves anterior. Ni en el tren de Kirkuk, ni en el Rest House de Mosul, ni en la última noche de su viaje había dormido tranquilamente. Ahora, cansada de estar despierta en la cálida atmósfera de su departamento, excesivamente caldeado, se había levantado para curiosear. Aquello debía ser Alepo. Nada para ver, naturalmente. Sólo un largo andén, pobremente iluminado. Bajo la ventanilla hablaban dos hombres en francés. Uno era un oficial del Ejército, el otro un hombrecillo con enormes bigotes. La joven sonrió ligeramente. Nunca había visto a nadie tan abrigado. Debía de hacer mucho frío allí fuera. Por eso calentaban el tren tan terriblemente. La joven trató de bajar la ventanilla, pero no pudo. El encargado del coche cama se aproximó a los dos hombres. El tren estaba a punto de arrancar, dijo. Monsieur haría bien en subir. El hombrecillo se quitó el sombrero. ¡Qué cabeza tan ovalada tenía! A pesar de sus preocupaciones, Mary Debenham sonrió. Un hombrecillo de ridículo aspecto. Uno de esos hombres insignificantes que nadie toma en serio. El teniente Dubosc empezó a despedirse. Había pensado las frases de antemano y las había reservado para el último momento. Era un discurso bello y pulido. Por no ser menos, monsieur Poirot contestó en tono parecido. —En voiture, monsieur —dijo el encargado del coche cama. Monsieur Poirot subió al tren con aire de infinita desgana. El conductor subió tras él. Monsieur Poirot agitó una mano. El teniente Dubosc se puso en posición de saludo. El tren, con terrible sacudida, arrancó lentamente. —¡Por fin! —murmuró monsieur Hércules Poirot. —¡Brrr! —resopló el teniente Dubosc, sacudiéndose para quitarse el frío. —Voilá, monsieur. —El encargado mostró a Poirot con dramático gesto la belleza de su compartimiento y la adecuada colocación del equipaje—. El maletín del señor lo he colocado aquí. Su mano extendida era sugestiva. Hércules Poirot colocó en ella un billete doblado. —Merci, monsieur. —El encargado acentuó su amabilidad—. Tengo los billetes del señor. Necesito también el pasaporte. ¿El señor terminará su viaje en Estambul? Monsieur Poirot asintió. —No viaja mucha gente, ¿verdad? —preguntó. —No, señor. Tengo solamente otros dos viajeros..., ambos ingleses. Un coronel de la India y una joven inglesa de Bagdad. ¿El señor necesita algo? El señor pidió una botella pequeña de Perrier. Las cinco de la mañana es una hora horrorosamente intempestiva para subir a un tren. Faltaban todavía dos horas para el amanecer. Consciente de ello y complacido por una delicada misión satisfactoriamente cumplida, monsieur Poirot se arrebujó en un rincón y se quedó dormido. Cuando se despertó eran las nueve y media y se apresuró a dirigirse al coche comedor en busca de café caliente. Había allí solamente un viajero en aquel momento, evidentemente la joven inglesa a que se había referido el encargado. Era alta, delgada y morena; quizá de unos veintiocho años de edad. Se adivinaba una especie de fría suficiencia en la manera con que tomaba el desayuno, y el modo que tuvo de llamar al camarero para que le sirviese más café revelaba conocimiento del mundo y de los viajes. Llevaba un traje oscuro de tela muy fina, particularmente apropiada para la caldeada atmósfera del tren. Monsieur Hércules Poirot, que no tenía nada mejor que hacer, se entretuvo en observarla sin aparentarlo. Era, opinó, una de esas jóvenes que saben cuidarse de sí mismas dondequiera que estén. Había prestancia en sus facciones y delicada palidez en su piel. Le agradaron también sus ondulados cabellos de un negro brillante, y sus ojos serenos, impersonales y grises. Pero era, decidió, un poco demasiado presuntuosa para ser una jolie femme... Al poco rato entró otra persona en el restaurante. Era un hombre bastante alto, entre los cuarenta y los cincuenta años, delgado, moreno, con el cabello ligeramente gris en las sienes. «El coronel de la India», se dijo Poirot. El recién llegado saludó a la joven con una ligera inclinación. —Buenos días, miss Debenham... —Buenos días, coronel Arbuthnot. El coronel estaba en pie, con una mano apoyada en la silla frente a la joven. —¿Algún inconveniente? —preguntó. —¡Oh, no! Siéntese. —Bien, usted ya sabe que el desayuno es una comida que no siempre se presta a la charla. —Por supuesto, coronel. No se preocupe. El coronel se sentó. —Boy! —llamó de modo perentorio. Acudió el camarero y le pidió huevos y café. Sus ojos descansaron un momento sobre Hércules Poirot, pero siguieron adelante, indiferentes. Poirot comprendió que acababa de decirse: «Es un maldito extranjero». Teniendo en cuenta su nacionalidad, no eran muy locuaces los dos ingleses. Cambiaron unas breves observaciones y, de pronto, la joven se levantó y regresó tranquilamente a su compartimiento. A la hora del almuerzo ambos volvieron a compartir la misma mesa y otra vez los dos ignoraron por completo al tercer viajero. Su conversación fue más animada que durante el desayuno. El coronel Arbuthnot habló del Punjab y dirigió a la joven unas cuantas preguntas acerca de Bagdad, donde al parecer ella había estado desempeñando un puesto de institutriz. En el curso de la conversación ambos descubrieron algunas amistades comunes, lo que tuvo el efecto inmediato de hacer la charla más íntima y animada. El coronel preguntó después a la joven si se dirigía directamente a Inglaterra o si pensaba detenerse en Estambul. —No, haré el viaje directamente —contestó ella. —¿No es una verdadera lástima? —Hice este camino hace dos años y entonces pasé tres días en Estambul. —Entonces tengo motivos para alegrarme, porque yo también haré directamente el viaje. El coronel hizo una especie de desmañada reverencia enrojeciendo ligeramente. «Es sensible nuestro coronel —pensó Hércules Poirot con cierto regocijo—. ¡Los viajes en tren son tan peligrosos como los viajes por mar!» Miss Debenham dijo sencillamente que era una agradable casualidad. Sus palabras fueron ligeramente frías. Hércules Poirot observó que el coronel la acompañó hasta su compartimiento. Más tarde pasaron por el magnífico escenario del Taurus. Mientras contemplaban las Puertas de Cilicia, de pie en el pasillo uno al lado del otro, la joven lanzó un suspiro. Poirot estaba cerca de ellos y la oyó murmurar: —¡Es tan bello...! Desearía... —¿Qué? —Poder disfrutar más tiempo de este magnífico espectáculo. Arbuthnot no contestó. La enérgica línea de su mandíbula pareció un poco más rígida y severa. —Yo, por el contrario, desearía verla ya fuera de aquí —murmuró. —Cállese, por favor. Cállese. —¡Oh!, está bien. —El coronel disparó una rápida mirada en dirección a Poirot. Luego prosiguió—: No me agrada la idea de que sea usted una institutriz... a merced de los caprichos de las tiránicas madres y de sus fastidiosos chiquillos. Ella se echó a reír con cierto nerviosismo. —¡Oh!, no debe usted pensar eso. El martirio de las institutrices es un mito demasiado explotado. Puedo asegurarle que son los padres los que temen a las institutrices. No hablaron más. Arbuthnot se sentía quizás avergonzado de su arrebato. «Ha sido una pequeña comedia algo extraña la que he presenciado aquí», se dijo Poirot, pensativo. Más tarde tendría que recordar aquella idea. Llegaron a Konya aquella noche hacia las once y media. Los dos viajeros ingleses bajaron a estirar las piernas, paseando arriba y abajo por el nevado andén. Monsieur Poirot se contentó con observar la febril actividad de la estación a través de una ventanilla. Pasados unos diez minutos decidió, no obstante, que un poco de aire puro no le vendría mal. Hizo cuidadosos preparativos, se envolvió en varios abrigos y bufandas y se calzó unos chanclos. Así ataviado, descendió cautelosamente al andén y se puso a pasear. En su paseo llegó hasta más allá de la locomotora. Fueron las voces las que le dieron la clave de las dos borrosas figuras paradas a la sombra de un vagón de mercancías. Arbuthnot estaba hablando. —Mary... La joven le interrumpió. —Ahora no. Ahora no. Cuando termine todo. Cuando lo dejemos atrás..., entonces. Monsieur Poirot se alejó discretamente. Se sentía intrigado. Le había costado trabajo reconocer la fría voz de miss Debenham. «Es curioso», se dijo. Al día siguiente se preguntó si habrían reñido. Se hablaron muy poco. La muchacha parecía intranquila. Tenía ojeras. Eran las dos y media de la tarde cuando el tren se detuvo. Se asomaron unas cabezas a las ventanillas. Un pequeño grupo de hombres, situado junto a la vía, señalaba hacia algo, bajo el coche comedor. Poirot se inclinó hacia fuera y habló al encargado del coche cama, que pasaba apresuradamente ante la ventanilla. El hombre contestó y Poirot retiró la cabeza y, al volverse, casi tropezó con Mary Debenham, que estaba detrás de él. —¿Qué ocurre? —preguntó ella en francés—. ¿Por qué nos hemos detenido? —No es nada, señorita. Algo se ha prendido fuego bajo el coche comedor. Nada grave. Ya lo han apagado. Están ahora reparando los pequeños desperfectos. No hay peligro, tranquilícese. Ella hizo un gesto brusco, como si desechase la idea del peligro como algo completamente insignificante. —Sí, sí, comprendo. ¡Pero el horario...! —¿El horario? —Sí, esto nos retrasará. —Es posible... —convino Poirot. —¡No podremos ganar el retraso! Este tren tiene que llegar a las seis cincuenta y cinco para poder cruzar el Bósforo y coger a las nueve el Simplon Orient Express. Si llevamos una o dos horas de retraso, desde luego perderemos la conexión. —Es posible, sí —volvió a convenir Poirot. La miró con curiosidad. La mano que se agarraba a la barra de la ventanilla no estaba del todo tranquila, sus labios temblaban también. —¿Le interesa a usted mucho, señorita? —preguntó. —¡Oh, sí! Tengo que coger ese tren. Se separó de él y se alejó por el pasillo para reunirse con el coronel. Su ansiedad, no obstante, fue infundada. Diez minutos después el tren volvía a ponerse en marcha. Llegó a Hapdapassar sólo con cinco minutos de retraso, pues recuperó en el trayecto el tiempo perdido. El Bósforo estaba bastante agitado y a monsieur Poirot no le agradó la travesía. En el barco estuvo separado de sus acompañantes de viaje y no los volvió a ver. Al llegar al puente de Galata se dirigió directamente al hotel Tokatlian. II El Hotel Tokatlian En el Tokatlian, Hércules Poirot pidió una habitación con baño. Luego se aproximó al mostrador del conserje y preguntó si había llegado alguna correspondencia para él. Había tres cartas y un telegrama esperándole. Sus cejas se elevaron alegremente a la vista del telegrama. Era algo inesperado. Lo abrió con su acostumbrado cuidado, sin apresuramientos. Las letras impresas se destacaron claramente. Acontecimiento que usted predijo en el caso Kassner se ha presentado inesperadamente. Sírvase regresar en seguida. —Sí que es una complicación —murmuró Poirot, consultando su reloj—. Tendré que reanudar el viaje esta noche —añadió, dirigiéndose al conserje—. ¿A qué hora sale el Simplon Orient? —A las nueve, señor. —¿Puede usted conseguirme una litera? —Seguramente, señor. No hay dificultad en esta época del año. Todos los trenes van casi vacíos. ¿Primera o segunda clase? —Primera. —Tres bien, monsieur. ¿Para dónde? —Para Londres. —Bien, monsieur. Le tomaré un billete para Londres y le reservaré una cama en el coche Estambul-Calais. Poirot volvió a consultar su reloj. Eran las ocho menos diez minutos. —¿Tengo tiempo de comer? —Seguramente, señor. Poirot anuló la reserva de su habitación y cruzó el vestíbulo para dirigirse al restaurante. Al pedir el menú al camarero, una mano se posó sobre su hombro. —¡Ah, mon vieux, qué placer tan inesperado! —dijo una voz a su espalda. El que hablaba era un individuo bajo, grueso, con el pelo cortado a cepillo. Le sonreía extasiado. Poirot se puso apresuradamente en pie. —¡Monsieur Bouc! —¡Monsieur Poirot! Monsieur Bouc era un belga, director de la Compagnie Internationale des Wagons Lits, y su amistad con el que fuera astro de las Fuerzas de Policía Belga databa de muchos años atrás. —Le encuentro a usted muy lejos de casa, mon cher —dijo monsieur Bouc. —Un pequeño asunto en Siria. —¡Ah! ¿Y cuándo regresa usted? —Esta noche. —¡Espléndido! Yo también. Es decir, voy hasta Lausana, donde tengo unos asuntos. Supongo que viajará usted en el Simplon Orient. —Sí. Acabo de mandar reservar una litera. Mi intención era quedarme aquí algunos días, pero he recibido un telegrama que me llama a Inglaterra para un asunto importante. —¡Ah! —suspiró monsieur Bouc—. Les affaires..., les affaires! ¡Pero usted..., usted está ahora en la cumbre, mon vieux! —Quizás he tenido algunos pequeños éxitos. —Hércules Poirot trató de aparentar modestia, pero fracasó rotundamente. Bouc se echó a reír. —Nos veremos más tarde —dijo. Poirot se dedicó a la ímproba tarea de mantener los bigotes fuera de la sopa. Ejecutada aquella difícil operación, miró a su alrededor mientras esperaba el segundo plato. Había solamente media docena de personas en el restaurante y, de la media docena, sólo dos personas interesaban al detective Hércules Poirot. Estas dos personas estaban sentadas a una mesa no muy lejana. El más joven era un caballero de unos treinta años, de aspecto simpático, claramente un norteamericano. Fue, sin embargo, su compañero quien más atrajo la atención del detective. Era un hombre entre sesenta y setenta años. A primera vista, tenía el bondadoso aspecto de un filántropo. Su cabeza, ligeramente calva, su despejada frente, la sonriente boca que dejaba ver la blancura de unos dientes postizos, todo parecía hablar de una bondadosa personalidad. Sólo los ojos contradecían esta impresión. Eran pequeños, hundidos y astutos. Y no solamente eso. Cuando el individuo, al hacer cierta observación a su compañero, miró hacia el otro lado del comedor, su mirada se detuvo sobre Poirot un momento, y durante aquel segundo sus ojos mostraron una extraña malevolencia, una viva expresión de maldad. El individuo se levantó. —Pague la cuenta, Héctor —dijo a su joven compañero. Su voz era desagradable y ásperamente autoritaria. Cuando Poirot se reunió con su amigo en el escritorio, los dos hombres se disponían a abandonar el hotel. Los mozos bajaban su equipaje. El caballero más joven vigilaba la operación. Una vez terminada ésta, abrió la puerta de cristales y dijo: —Ya está todo listo, mister Ratchett. El individuo de más edad rezongó unas palabras y atravesó la puerta. —Eh bien!—dijo Poirot—. ¿Qué opina usted de esos dos personajes? —Son norteamericanos —dijo monsieur Bouc. —Ya me lo suponía. Pregunto qué opina usted de sus personalidades. —El joven parecía muy simpático. —¿Y el otro? —Si he de decirle la verdad, amigo mío, no me gustó. Me produjo una impresión en grado sumo desagradable. ¿Y a usted? Hércules Poirot tardó un momento en contestar. —Cuando pasó a mi lado en el restaurante —dijo al fin— tuve una curiosa impresión. Fue como si un animal salvaje..., ¡una fiera!..., me hubiese rozado. —Y, sin embargo, tiene un aspecto de lo más respetable. —Précisement! El cuerpo..., la jaula..., es de lo más respetable, pero el animal salvaje aparece detrás de los barrotes. —Es usted fantástico, mon vieux —rió monsieur Bouc. —Quizá sea así. Pero no puedo deshacerme de la impresión de que la maldad pasó junto a mí. —¿Ese respetable caballero norteamericano? —Ese respetable caballero norteamericano. —Bien —dijo jovialmente monsieur Bouc—, quizá tenga razón. Hay mucha maldad en el mundo. En aquel momento se abrió la puerta y el conserje se dirigió a ellos. Parecía contrariado. —Es extraordinario, señor —dijo a Poirot—. No queda una sola litera de primera clase en el tren. —Comment? —exclamó monsieur Bouc—. ¿En esta época del año? ¡Ah!, sin duda viajará una partida de periodistas..., de políticos... —No lo sé, señor —dijo el conserje, y se volvió respetuosamente—. El caso es que no hay ninguna litera de primera clase disponible. —Bien, bien. No se preocupe usted, amigo Poirot. Lo arreglaremos de algún modo. Siempre hay algún compartimiento..., el número dieciséis, que no está comprometido. El encargado se ocupará de eso. —Consultó su reloj y añadió—: Vamos, ya es hora de marchar. En la estación, monsieur Bouc fue saludado con respetuosa cordialidad por el encargado del coche cama. —Buenas noches, señor. Su compartimiento es el número uno. Llamó a los mozos y éstos aproximaron sus carretillas cargadas de equipajes al coche cuyas placas proclamaban su destino: ESTAMBUL-TRIESTE-CALAIS. —Tengo entendido que viaja mucha gente esta noche, ¿es cierto? —Es increíble, señor. ¡Todo el mundo ha elegido esta noche para viajar! —Así y todo tiene usted que buscar acomodo para este caballero. Es un amigo mío. Se le puede dar el número dieciséis. —Está tomado, señor. —¿Cómo? ¿El número dieciséis? —Sí, señor. Como ya le he dicho, vamos llenos... hasta, hasta los topes. —Pero, ¿qué es lo que ocurre? ¿Alguna conferencia? ¿Asambleístas? —No, señor. Es pura casualidad. A la gente parece habérsele antojado viajar esta noche. Monsieur Bouc hizo un gesto de disgusto. —En Belgrado —dijo— engancharán el coche cama de Atenas, y también el de Bucarest-París..., pero no llegamos a Belgrado hasta mañana por la tarde. El problema es para esta misma noche. ¿No hay ninguna en segunda clase que esté libre? —Hay una, señor... —Bien, entonces... —Pero es un compartimiento para mujer. Hay ya en él una alemana..., una doncella. —La, la, no nos sirve —rezongó monsieur Bouc. —No se preocupe, amigo mío —dijo Poirot—. Viajaré en un coche ordinario. —De ningún modo. De ningún modo —monsieur Bouc volvió a dirigirse al encargado del coche cama—. ¿Ha llegado todo el mundo? —Sólo falta un viajero. El empleado habló lentamente, titubeando. —¿Qué litera es? —La número siete..., de segunda clase. El caballero no ha llegado todavía y faltan cuatro minutos para las nueve. —¿Para quién es esa litera? —Para un inglés. —El encargado consultó la lista—. Un tal mister Harris. —Según Dickens, nombre de buen agüero —dijo Poirot—. Mister Harris no llegará. —Ponga el equipaje del señor en el número siete —ordenó monsieur Bouc—. Si llega ese mister Harris le diremos que es demasiado tarde..., que las literas no pueden ser retenidas tanto tiempo..., arreglaremos el asunto de una manera u otra. ¿Para qué preocuparse por un mister Harris? —Como guste el señor —dijo el encargado. El empleado habló con el mozo de Poirot y le dijo dónde debía llevar el equipaje. Luego se apartó a un lado para permitir que Poirot subiese al tren. —Todo arreglado, señor —anunció—. El penúltimo compartimiento. Poirot avanzó por el pasillo con bastante dificultad, pues la mayoría de los viajeros estaban fuera de sus compartimientos. Los corteses pardons de Poirot salieron de su boca con la regularidad de un reloj. Al fin llegó al compartimiento indicado. Dentro, colocando un maletín, encontró al joven norteamericano del Tokatlian. El joven frunció el ceño al ver a Poirot. —Perdóneme —dijo—. Creo que se ha equivocado usted. —Y repitió trabajosamente en francés—: Je crois que vous avez un erreur. Poirot contestó en inglés: —¿Es usted mister Harris? —No, me llamo MacQueen. Yo... Pero en aquel momento la voz del encargado del coche cama se dejó oír a espaldas de Poirot. —No hay otra litera, señor. El caballero tiene que acomodarse aquí. Mientras hablaba levantó la ventanilla del pasillo y empezó a subir el equipaje de Poirot. Poirot advirtió con cierto regocijo el tono de disculpa de su voz. Era evidente que le habían prometido una buena propina si podía reservar el compartimiento para el uso exclusivo del otro viajero. Pero hasta la más espléndida propina pierde su efecto cuando un director de la Compañía está a bordo y dicta órdenes. El encargado salió del compartimiento después de dejar colocadas las maletas en las rejillas. —Voilá, monsieur —dijo—. Todo está arreglado. Su litera es la de arriba, la número siete. Saldremos dentro de un minuto. Desapareció apresuradamente pasillo adelante. Poirot volvió a entrar en su compartimiento. —Un fenómeno que he visto rara vez —comentó jovialmente—. ¡Un encargado de coche cama que sube él mismo el equipaje! ¡Es inaudito! Su compañero de viaje sonrió. Evidentemente había conseguido vencer su disgusto... y decidió que convenía tomar el asunto con filosofía. —El tren va extraordinariamente lleno —comentó. Sonó un silbato y la máquina lanzó un largo y melancólico alarido. Ambos hombres salieron al pasillo. —En voiture —gritó una voz en el andén. —Salimos —dijo MacQueen. Pero no salieron todavía. El silbato volvió a sonar. —Escuche, señor —dijo de pronto el joven—. Si usted prefiere la litera de abajo, a mí me da lo mismo. —No, no —protestó Poirot—. No quiero privarle a usted... —Nada, queda convenido. —Es usted demasiado amable. Hubo corteses protestas por ambas partes. —Es por una noche solamente —explicó Poirot—. En Belgrado... —¡Oh!, ¿baja usted en Belgrado? —No exactamente. Verá usted... Hubo un violento tirón. Los dos hombres se acodaron en las ventanillas para contemplar el largo e iluminado andén, que fue desfilando lentamente ante ellos. El Orient Express iniciaba su viaje de tres días a través de Europa. |