Dirección: Liliana Heer / Arturo Frydman




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Perla Sneh Lenguas incesantes

Ninguno de estos textos puede, como decía Néstor Sánchez, contarse por teléfono. Podemos, sí, decir, que nos traen discursos. Allí, a medias o no, hay mujeres que hablan. Algo de lo femenino ocurre, ya sea desplegado en escena en el caso de López y Negroni, ya sea reclamado, como en el caso de Feiling. Nada convoca mejor los fantasmas, sean éstos espectros, espíritus o fórmulas, enigmáticas o no. Y bien; nadie pretende aventarlos, sólo diremos que no hablamos de género, hablamos de palabras.

Bizarras, aturdidas, atroces, pizpiretas, sabias, candorosas, expuestas a la soledad o al destino, locas rematadas, cuerdas de insanía: entre la revelación y el misterio, ellas le dan a la lengua. Parece que quieren no ya habitarla -¿cómo ignorarían lo que tiene de intemperie?- pero sí acomodarse un poco ahí, hacerse algún lugar. ¿Qué lengua, entonces?

En la aventura narrativa de MPL, hay una voz que, como perturbador alambique, destila las voces en fraseo sutil. Y eso, ya desde el título, que hace de la crueldad heredada del "teatro de operaciones" una paródica puesta en escena de lo político en su nimiedad: grupúsculos perdidos, falsos ciegos, taxistas reales, zombies, eternautas. Minucias cotidianas que corroen la tentación de la épica. Esa voz -cross a la mandíbula, caricia enternecida- entrama episodios al borde del desquicio: el infructuoso secuestro ya no de Aramburu sino del perrito Jazmín, la falsificación de un dudoso manuscrito de Borges, el inverosímil armado de una obra que no es tragedia ni comedía sino todo lo contrario; todos ellos episodios construidos al modo de Viñas: historia de historias. Abundan los nombres, muchos implícitos -que no secretos-; algún lector buscará descifrarlos. Aquí nos abstendremos, no sin sospechar en ese recurso un modo singular del nombrar: la reserva como nominación amorosa en una lectura intensa que no deja de hacer lugar a lo azaroso de la historia y donde, si bien la conjura es un modo de lo político, también lo son la narración y la indagación de tradiciones y obras.

La aventura de Negroni, en cambio, aun si no menos osada, se hila en el monólogo susurrante de una mujer que, en un sitio impreciso entre la ciudad y el anagrama, en un tiempo que es recién o antaño o precisamente ahora, le habla a un nombre que es muchos pero en especial, uno que, de tan revelado, queda escondido: Humboldt. Nombre de guerra, se dice, otorgando a la guerra un poder filiatorio que no estaría del todo mal cuestionar. Entre el duelo, el suicido y la memoria, la voz busca decir una historia que la rehuye y en la que el desconcierto de la anunciación se vuelve alegoría: la palabra casa, el ansia, los recuerdos; todo la interpela. Hasta lo hace su Vida Privada, que le sugiere, componedora, salir y comprarse ropa. También aquí, como en Teatro... navegamos en una multiplicidad tempestuosa de saberes, pero si en aquella obra esos saberes lo inundan todo, aquí viven en el espacio estricto de un museo. Y también aquí, como en Teatro... tragedia y comedia se perturban mutuamente aún si lo hacen en voz quizás más baja, sin tanto retumbo de bocinas y rudio de ciudad (aunque las vespas aportan lo suyo).

De algún modo, ambos textos, el de MN y el de MPL, podrían ponerse a cuenta de una frase de Viñas: Confuso privilegio ser sobreviviente. Confuso porque ¿y ahora, qué? Ambas se plantean la pregunta y ninguna se queda en el mero gesto.

En otro lugar, desde una actualidad anacrónica, Charlie Feiling viene a reclamarle a la literatura argentina lo que llama un personaje femenino pleno. Ah, bueno, si de fantasmas se trata... Pero ¿qué sería eso? No lo sabemos, pero el autor no se priva de buscarlo -denunciando su ausencia- en la figura de Marta Riquelme, bígama literaria de Hudson y Martínez Estrada. Estos autores -entendemos al leer- la encierran en la locura trágica de la peripecia criminal de las historias familiares. Y si bien ambos autores fallan en su intento -al parecer, Martínez Estrada algo menos-, Feiling encuentra en ellos, en su arborescencia y disgresión, una especie de hermandad a los ponchazos. Quizás podamos ver en esa vocación disgresiva e insistente -tan a tono con Macedonio- que Feiling insiste en subrayar, el vislumbre esperanzado de un paso de comedia entre tanta tragedia familiar e incestuosa, una especie de sonrisa insinuada en el horror. ¿Sería femenina?

Tanto Lopez como Negroni fueron interrogadas por su "pasaje a la novela", como si fuera una travesía absurda de la que, ahora que regresaron, a ver si se curan un poco y sientan cabeza. No sé Feiling, pero sospecho que lo habrán interrogado. Por mi parte, encuentro en todos ellos una búsqueda precisa: la de una poética. Para seguir, entonces, entre tantos nombres, agrego el de un autor que quizás no cuenta pero gravita: Henri Meschonnic. La poética, dice, es retórica sólo si la entendemos en un sentido estrictamente arsitotélico: un modo de actuar. En este sentido tragedia /comedia o epopeya no son géneros, son modos de la acción. Por tanto, la poética -esta poética- es inmediatamente ética y política. Hablamos de la poética como acto, aquello que siempre vuelve a empezar, y no como objeto de una estética, la que fuere. Una poética del pensamiento o, para decirlo en términos de Meschonnic, una teoría de lenguaje que es el nombre que da a lo que Aristóteles llama "retórica". Convertir en género los modos de esa acción deforma sutilmente estas cosas. Y no tan sutilmente también.

Entonces, con o sin pasaje, estos textos son modos de una acción que se va construyendo en lenguas de retazos y de sueños, de ruinas con o sin alcurnia, de restos alocados de una anunciación de lo que vendrá en lo que no vino; lenguas que componen el marco donde opera un pasado que nos aguarda allí, adelante; donde late la novedad de lo que, ya advenido, no deja de insistir, siempre inminente. De eso, en esas lenguas, ellas hablan, incesantes.

Américo Cristófalo Escuchar la novela


Rythmós es, por definición, individual, intersticios, fugitividad del código, de la manera en que el sujeto se inserta en el código social. Remite a las formas sutiles del género de vida; los humores, las configuraciones no estables, los pasajes depresivos o exaltados; en resumen, lo contrario mismo de una cadencia tajante, implacable en su regularidad”.

Roland Barthes, Cómo vivir juntos
“Una mujer a medias” admite el concepto de personaje redondo que Foster contrapone al de personaje plano en Aspects of the novel, ensayo clásico que Charlie Feiling retoma para poner en cuestión la forma que los personajes femeninos tienen en la literatura argentina. El personaje plano de Foster no alcanza el grano de voz propia, como indica Feiling de la Marta Riquelme de Hudson, o se clausura en la voz libresca del personaje homólogo de Martínez Estrada; sus rasgos son en general previsibles, débiles, definidos por motivos constantes, arraigados, impropios de la plasticidad, la variación y bildung dramática de la novela, independientemente de la circunstancia masculina o femenina en juego, cercanos en este sentido a la fijeza del mundo épico, la siempre abnegada y leal Jimena, esposa del campeador, tanto como la generosa gallardía y temple del héroe de reconquista, o aun la incesante e inclaudicable Penélope, al lado del siempre astuto y enérgico Ulises. Cuando Feiling hace notar la ausencia argentina de personajes femeninos plenos está probablemente orientándose por el gran modelo flaubertiano del siglo diecinueve, Emma, no en este caso la cautiva, aunque también radicalmente cautiva, y en sus emulaciones complejas, la Regenta, María, o aun la torsión Naná de mujer pública, para nombrar casos notables de historia literaria. Bovary encarnaría en esta línea la “plenitud” de la que habla “una mujer a medias” precisamente a partir del relato de una biografía cuyo punto de fuga es el eclipse amoroso de las ensoñaciones de plenitud. Entre Emma y Molly se presiente un abismo de lenguaje y sin embargo la pregunta acerca de cómo habla o cómo se habla una mujer persiste opaca, también desde luego para el catálogo argentino, pregunta incierta como la que interroga acerca de cómo habla un hombre o cómo se habla un hombre, y no es que un hombre o una mujer sean más aptos para responderla según se trate, y menos aún cómo se hablan entre sí porque el capítulo entre sí supone un campo inesperado de traducción. Perla Sneh subraya esa improbable consideración. No se trata de representaciones de género, se trata de representaciones y nudos retóricos de la lengua. Tampoco se trata del género en la modalidad universal que le atribuye Foster en cuanto conjunto de reglas internas de composición. Más bien del modo en que se escucha la lengua de una época. Histórica y definida. Aun cuando la imaginación deriva en fantasma, la novela escucha una época. Que no se abstrae tampoco de hilos y ecuaciones espectrales. Podría a su vez decirse en perspectiva gráfica, iluminándolos, ilumina la época. Ese modo de escuchar se reserva una fragilidad, el ritmo no ocupa un centro a partir del cual algo decisivo suceda, está disperso, vive en la experiencia. Lo que escucha la novela es la intimidad nómade de la lengua.

Teatro de operaciones pone en juego ese movimiento. Ofrece una empresa arltiana como procedimiento de retorno, y sobre esa versión de fondo improvisa una traducción de la época. Dicho de otro modo: la hipótesis de que la performance de Los siete Locos de María Pia López está requerida o aun promovida por la lengua de los años kirchneristas. La desmesura grotesca, el desquicio trágico y cómico de la aventura, de la acción, un secuestro en farsa, máscaras, astrología, manuscritos robados, la “melancolía uruguaya” del que no viaja, el que escribe que Roberto Arlt es un artificio de Contorno para despreciar a Borges, los taxis, el giro policial, las cartas, una forma de voluntad aplicada a finalidades discretas u objetos preventivos, son indicios que nombran la repetición de una historia con actores que desconocen su doble, y más aún (no podría ser de otro modo) su original. La historia se presenta como figura de constante con variaciones. De Sarmiento a Borges, de San Benito de Palermo a la casa que ocuparon Perón y Eva en el predio actual de la Biblioteca, de Los siete locos a Los siete Locos, la historia es corsi recorsi de vestigios, simetrías, entusiasmo. Pero sobre todo la historia es deseo de presente. Si la novela arltiana gobierna el ritmo presente de la ciudad, Teatro de operaciones vuelve, o mejor, se lanza sobre ese escenario abriéndolo al tiempo escuchado, “superposición”, “palimsesto”, fragmentos arqueológicos excavados sobre su trama potencial, la suerte, los recorridos, el comercio lingüístico, la expansión de la ciudad vista como proyecto en formación, como espacio irredento de invención. Daniel Millas describe estos procedimientos de Teatro de operaciones como ensayo de “deconstrucción ideológica de la época”; Perla Sneh destaca la fuerza performativa de la acción teatral, los recursos y modos singulares de nombrar en vis clandestina, y la “indagación” de obras y tradiciones argentinas en medio del enredo y la conjura política. Roberto Retamoso atribuye tanto a la novela de María Negroni como a Teatro de operaciones la consumación de lo que el texto de Feiling pone en entredicho acerca de la consistencia de los personajes mujeres, en ambos casos a partir no sólo de las figuras protagónicas sino también de los discursos de narradoras que darían voz a lo femenino en relación con dos momentos históricamente fundados, 1976 en La Anunciación y “la actualidad” en la novela de María Pia López. Sobre esta incidencia de lo histórico también organiza su comentario Mary Pirrone; toma de Teatro de operaciones la frase con que María Pia López define a quienes rondan los cuarenta años: “generación inmune” y de La Anunciación las frases de perplejidad y naturaleza tormentosa de los años setenta: frases que subrayan la irradiación política y “generacional” de las novelas.

La Anunciación está recorrida por dos lenguajes cuya intersección ensaya una pregunta mayor: ¿cómo sucede el pasaje o aun la vecindad simultánea de la lengua política de los setenta, lengua delicada en su rigidez, en su rigor apresurado y reconocible en la finalidad de sus enunciados, a esa otra, quizá la misma, de ensoñación poética, que acepta ahondarse en altura de arcanos y entresijos místicos, en recortes de anunciación y visiones de ángel? La hipótesis de La Anunciación es que ese paso o convivencia de una y otra está en el desastre, o aun –tomado en préstamo metafísico– es el desastre. De un lado, Negroni evoca marchas y contramarchas de la lengua militante de esos años, frases de panfleto, consignas, siglas, nombres clandestinos, compañeros; de otro, en la perplejidad alucinada de un sueño de sobreviviente, el monje Athanasius describe un museo fantasmal del mundo y la joven Emma, para volver sobre esa antonomasia, pinta la anunciación, el cuadro dramático de las ilusiones y catástrofes de la historia. Su pasado y futuro. Esas dos lenguas, quizá la misma, recurren en su comercio mutuo a los misterios de la alegoría, Vida Privada, Ansia, Casa, pero más intensa y cabalmente recurren a una memoria desagregada que conoce sus limitaciones fragmentarias, su imposibilidad y aun la autoimpugnación que la despoja de creencias explicativas. El tercer término de esa mediación de lenguajes es Humboldt, alrededor de quien se concentran las preguntas sobre del exilio, la derrota, la casa de paredes verdes, Roma, el escamoteo de la muerte, y la naturaleza de lo amado.

La Anunciación y Teatro de operaciones, diversas y a su modo exasperadas en su composición, en los ritmos heterogéneos que frecuentan, comparten un rasgo común: la certeza de que lo escuchado en la novela, lo que una escritura traspone y define, procede de la frágil, transitoria inestabilidad de la experiencia; que los signos dramáticos de la novela requieren representación viva y cuerpo presente de la lengua en situación histórica. De algún modo, los comentarios de esta mesa sobre “el decir generacional” refieren, en registros y miradas particulares, ese modo de escuchar la experiencia de la novela: “Sólo lo impreciso es decible”, destaca Millás del texto de María Negroni; “No sé cómo se cuenta una muerte”, subraya Pirrone; “Será necesario el paso del tiempo, la experiencia de la historia, la mudanza a Roma” para desarticular la estrechez dogmática de los años setenta, postula Retamoso; y “entre el duelo, el suicidio y la memoria (…) la voz busca decir una historia (…) en la que el desconcierto de la anunciación se vuelve alegoría”, escribe Sneh. Es que las lecturas potencialmente infinitas de un texto están asimismo recortadas por la irregularidad del tiempo común de la experiencia. Las generaciones conviven en el ritmo, de eso trata el “vivir juntos” de Barthes. Pero ritmo no es ahí una cláusula de identidad ni un fondo desde cuyo suelo se organizan políticas de sentido, o el administrador oculto y privilegiado de una lengua “original” sospechosamente deformada en otras, el ritmo del vivir juntos se presenta en escansiones irregulares, fricción, propagación, desencadenamiento múltiple. En 1997, dos años antes de morir, Charlie Feiling jugó con el palíndromo y anagrama de Roma en un libro satírico, de poetas, poemas, versiones y apócrifos, “Una tribu de tríbadas, Gestapo en forma de Instituto de Lingüística”, la cita es de Amor a Roma; encuentro ahí un eco aleatorio de la Roma y la figura del anagrama de Negroni, como de “No es joda, negra, un montaje”, del Teatro de operaciones de María Pia; son contagios, restos, escatologías del ritmo del vivir juntos.
Mesa 2 Sexo primor Pandora a primera vista, dominios y tentaciones:

Textos: Ana Arzoumanian, La mujer de ello; Miguel Briante, “La Vasca”; Silvia Hopenhayn, Las elecciones primarias
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