Dirección: Liliana Heer / Arturo Frydman




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Jorge Consiglio Topografía de la mirada

Hay una hipótesis de la mirada en un ensayo de John Berger, “Unos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible”2, que me parece pertinente para empezar esta reflexión. El autor afirma que en algunas pinturas -en las mejores, en las que producen emoción estética−, el modelo “colabora” con el artista. Berger sostiene, que en estas obras, el autor consigue sortear la mirada primera, la que se ancla en la representación del mundo como espectáculo, y se abre a la verdadera entidad del modelo, que se relaciona directamente con “la voluntad de ser visto”. Esta noción se cifra en la participación activa de la materia; es decir, en estas pinturas singulares se concreta una verdadera relación dialógica entre la “cosa pintada” y el artista. Para lograr esta interdependencia, es requisito acortar distancias, esto implica sortear la mirada tradicional, la “de copia”, y acercarse lo suficiente al modelo para que el cuerpo opaco se “entregue a la mirada”; esto es, se ablande, se vuelva permeable, ejerza el libre albedrío de su porosidad. En estos casos, la relación entre el artista y el modelo es ontológica. Para dar luz a este punto, Berger se refiere a las pinturas rupestres. Dice: “Sabemos que la pintura servía para confirmar una ‘camaradería’ mágica entre la presa y el cazador, o para decirlo de una forma más abstracta, entre lo existente y el ingenio humano”3. En este sentido, la mirada se convierte en clave de ligazón entre las frondosidades del ser. Siguiendo la misma línea de pensamiento, el narrador de “El bosque”, el último relato de Las composiciones de Fritz Kocher4 de Robert Walser, deambula por un bosque y contempla extasiado la naturaleza; no obstante, a medida que el paseo progresa, la mirada del protagonista se va enrareciendo, modifica su articulación primaria; es decir, se vuelve multidireccional. El narrador de Walser, mediante paradojas léxicas y conceptuales, deja en claro que el personaje mira los árboles para ser mirado por ellos; es decir, que mediante cierta bisagra especular, la arboleda contribuye a engrosar el ser de quién la observa con la atención adecuada.

Ahora, ¿qué sucede cuando alguien deserta de todas las miradas? El protagonista de Rabia5 de Sergio Bizzio −José María o, simplemente, María−, que trabaja como obrero de la construcción, se esconde durante años en los altos de un caserón de la calle Rodríguez Peña. Rosa, su novia, trabaja allí como mucama. María se fuga de un crimen. La situación se ajusta a los términos de la coyuntura kafkiana: absolutamente nadie –ni siquiera su novia− conoce su paradero. Se transforma en un Robinson urbano. Su objetivo es la invisibilidad; por tanto, resulta indispensable que refina sus destrezas. Es voluntarioso y disciplinado, allí radica la clave de su éxito. Se convierte en el artista del trapecio, siempre en vilo, al borde de sí mismo, a punto de ser sorprendido. Su “no ser visto” es casi perfecto, cuenta con una única excepción: la de una rata que comparte su espacio con él. En este duelo de miradas también se cifra un intercambio; no obstante, prima cierto desbalance, el roedor se lleva la mejor parte. María consigue sostener a duras penas su existencia, que en virtud de su invisibilidad se ha vuelto delgada como una lámina, pero la rata crece “como si por el sólo hecho de verlo a él hubiera evolucionado o saltado a un estadio intermedio entre las de su especie y el hombre”6. María, en tanto, desde su escondite, se dedica a observar a su novia y a estudiar los movimientos de la casa. Es decir, es dueño de una mirada sesgada, una mirada distante, que eclipsa a quien la ejerce. En el texto, María se difumina, pierde el cuerpo gradualmente. Queda reducido a su voz; es su única entidad: sustraerse a la mirada del mundo se paga con evanescencia. María pasa a ser el hombre nuevo. Alcanza cabalmente su condición de fantasma, “… estaba en la inversión del guante, en los extremos de lo mismo, en la redundancia de lo que se toca y no se toca (dos ubicuos, pétalo y mariposa)”7.

El narrador de Long Beach de Noé Jitrk es dueño de una mirada que no es sesgada, como la de María, pero que se le parece bastante porque tampoco consigue la reciprocidad. En Long Beach8, un académico argentino viaja a EEUU por trabajo. En un primer momento se aloja en un hotel, pero como se siente incómodo −impregnado de ajenidad−, alquila un cuarto en la casa de una mujer que vive sola. El eje articulador del texto es, justamente, la mirada del protagonista. El académico observa a la mujer y a la ciudad –y en ella al país−con un lente paradojal que parece poder articular ambigüedades. Si bien la mirada del narrador es obsesiva y minuciosa, propia de un entomólogo, no alcanza la suficiente profundidad como para generar el efecto “dialogal”. En otras palabras, rebota contra la transparencia de lo que enfoca. De ahí el efecto de extrañamiento: “Nos observábamos sin embargo y yo creía saber lo que había en ella porque creía ver en ella, pero no podía adivinar, ni estaba en condiciones de preguntar por obvias razones de expresión, lo que ella veía en mí aunque quería imaginarlo”9. La mirada del protagonista de Long Beach enfoca con el mismo ojo del que sufre el exilio. Son miradas intervenidas por el paisaje del pasado –el lugar natal−, que funciona como ideal y añoranza. La escena pretérita, siguiendo el pensamiento del poeta entrerriano Carlos Mastronardi, supone una posesión más íntima, más encantadora, que la inmediata: el pasado tiene que ver con lo perdido y carga con la potencia de su expresión. Para el narrador de Long Beach, la mirada es el único bien con el que cuenta; sin embargo, no logra volver poroso lo real, que permanece hermético, cerrado a la “colaboración”, fiel a su gesto de ausencia: “Por el momento sólo el ojo me servía como instrumento de penetración, aunque no supiera si quería penetrar en algo o qué podía ser una penetración procedente de mí en un lugar que aparecía impenetrable o, al contrario, tan penetrado por su simplicidad que por eso se convertía en lo contrario”10.

En “El otro cielo”11, Julio Cortazar narra en primera persona la historia de un corredor de Bolsa que lleva una vida monótona junto a su madre y a su novia Irma. La acción transcurre en Buenos Aires en 1945, pero en un punto, ese imaginario cede y el protagonista alcanza otro plano, que es el de las galerías parisinas de finales del siglo XIX. Allí se apasiona por una prostituta, Josiane, y toma contacto con una existencia bohemia que lo seduce. Me detengo en el primer párrafo del cuento: “Me ocurría a veces que todo se dejaba andar, se ablandaba y cedía terreno, aceptando sin resistencia que se pudiera ir así de una cosa a la otra”12. Este “dejarse andar”, este “ablandarse y ceder terreno” es el efecto de un tipo de mirada, una mirada furtiva que consigue sortear lo inmediato –esto es, esquivar el esquema tautológico− y columbra otro orden, tan intenso y verosímil como el primero. La apuesta del narrador de este cuento no se relaciona con la diplopía −que equivaldría a la superposición de planos, a la mezcla, a la hibridez−, sino que se cifra en una mirada agilísima y extrañada, aunque respetuosa de la sucesividad, que consigue filtrarse por el tramado de lo real y focalizar otra instancia de la gama. John Berger, cuando se refiere al orden de lo visible, da un ejemplo que viene a cuento: “La velocidad de una película de cine es de 25 fotogramas por segundo. Dios sabe cuántos fotogramas se suceden en nuestra percepción diaria. Pero es como si en los breves momentos de los que hablo, de pronto, para nuestro desconcierto, fuéramos capaces de ver entre dos fotogramas y nos topáramos con algo que no estaba destinado a nosotros. Puede que estuviera destinado a las aves nocturnas, a los renos, a los hurones, a las anguilas, a las ballenas…”13. El agente de Bolsa de “El otro cielo” encontró el intersticio adecuado para transponer la frontera entre los diferentes órdenes de lo visible. Sus ojos, que son poco menos que ajenos, como si no le pertenecieran, fueron hábiles para hallar el rumbo de la coexistencia: los cielos humanos son infinitos y se organizan en capas que se yuxtaponen. Cortazar ofrece una pista que acompaña esta lectura en el fragmento de Los cantos de Maldoror de Isidor Ducasse  que elije como epígrafe del relato: “ ces yeux ne t’appartiennent pas… où les as-tu pris?”14. “esos ojos no te pertenecen…¿de dónde los has tomado?”.
Alejandro Korn

Buenos Aires, Paris, Long Beach. Circuitos y ciudades para las tres ficciones que esta mesa enlaza. Cada ciudad es el escenario general, pero el foco recae no tanto en las caracterizaciones de cada una, sino en un edificio: el pasaje Güemes/la galería Vivienne, una mansión de barrio norte o una casa californiana. La soledad, el espacio convertido en un personaje más, la búsqueda de superar el tedio y la angustia existencial traman paréntesis posibles entre las tres.

En “El otro cielo”, la galería-pasaje como zona de frontera entre lo real y lo irreal, el mundo onírico entre la iniciación adolescente y la consumación parisina, entre una novia a la que no se desea y la búsqueda de Josiane, la prostituta.

En Long Beach, un contrato universitario es la excusa para el narrador/protagonista/docente latinoamericano que llega a una ciudad donde las calles son iguales entre sí, y sólo se distinguen por sus nombres. Casi toda la acción transcurre en la casa, donde renta un pequeño cuarto. Su dueña, más joven que el profesor, busca en la Biblia y el ciclismo grietas a la monotonía de una vida opaca. La convivencia temporal bajo un mismo techo entre la mujer y el inquilino transcurre sin sobresaltos, sin pasiones, sin nada casi, porque como el propio narrador dice era un “encuentro al que le faltaba todo porque le faltaba, ante todo, el lenguaje”. Una lengua extraña que sustenta los malos entendidos y los desencuentros melifluos en vidas que no dejan de ser paralelas.

Las tres ficciones rozan, a su modo, la historia de un amor frustrado.

Concentro la lectura en un terreno más conocido: el ámbito porteño. Alvear y Rodríguez Peña, a pocas cuadras de donde este texto se lee. Allí transcurre Rabia. Novela que a contraluz de lo que la zona dejaría suponer, no hace de los dueños del palacete –los Blinder- los protagonistas de la historia. Ellos son Rosa, la empleada doméstica y José María, devenido en María, obrero de la construcción.

María sufre una primera humillación a manos del capataz de la obra y luego una segunda, cuando lo despide del trabajo. El obrero se rebela y lo mata. A partir de ese momento se recluye en el deshabitado desván de la mansión en la que trabaja Rosa, donde morará por años, sin que ella ni nadie lo sepa. Nadie a excepción de una rata.

María adopta, desde antes de encontrarse con esa ingrata compañía animal, una conducta similar a la del roedor: sigiloso y veloz, se alimenta con restos, se esconde para no ser visto. Incluso en el encierro, María deviene “rata de biblioteca”, convertido en un voraz lector de cuanto encuentra al paso. Lo que para tantos habitantes de la ciudad se ha convertido en un hábito finisecular: el repliegue al interior, el no exponerse, salir apenas lo indispensable, en María es una necesidad.

En las primeras páginas de la novela, Rosa y María, se conocen en un terreno neutro: la cola de un supermercado. A pocos metros, la calle se torna hostil y les enrostra su falta de pertenencia al barrio. La aceptación es temporal y vigilante: son trabajadores, no vecinos. Categorías que no deben confundirse: “En el barrio carecían de código, pero todo hacía pensar que tenían uno. No lo había, pero funcionaba igual. Era un código instintivo, que estaba más allá de lo evidente (la calidad de la ropa, el color de la piel y del pelo, la dicción, la manera de andar) y que, por supuesto, incluía al personal doméstico. En líneas generales, lo que se hacía era ‘marcar’ a los cuerpos extraños, principalmente con la vista, transmitiéndoles la sensación de ser vigilados: una insolencia muy efectiva, avalada y practicada por todo el barrio, incluido un buen número de mascotas”.

La cocina de la mansión había reemplazado al hotelito del Bajo para los escarceos amorosos de la pareja. Ahorro asegurado y placer constante. Al margen quedaban las prohibiciones sobre el mal uso de la casa, las visitas indebidas, también sobre el barrio. El cerco se va replegando y la mansión terminará siendo el único recurso con que se cuenta. El único recurso que cuenta.

La casona en la que Rosa es empleada doméstica está venida a menos, se hace difícil de mantener y está a la venta, lo que no quita que termine siendo la protagonista de Rabia. Bizzio invierte aquel genial esquema clasista de la Babilonia discepoliana (servidumbre en el subsuelo, patrones en el piso superior). María se recluye en la mansarda pero transita, fantasmalmente, por casi toda la casa en la que va borrando las huellas de cada uno de sus pasos. Y se convierte en un fisgón, un mirón que está atento a lo que sucede en la vida de los demás: Rosa, sus patrones y la familia de los dueños de la casa. Se trata de otra inversión: de ese código instintivo que organizaba el barrio. Lo que antes era “marcar” a los otros con la mirada, en María se da a través del oído de lo que transcurre en el palacete: ya no es “marca” sobre cuerpos extraños, sino sobre vidas próximas, aunque ajenas. “O lo ocultaban muy bien o María ya sabía sobre los Blinder todo lo que podía saberse sobre ellos. Era descorazonador: una vida, dos largas vidas hasta el momento, que no habían producido más de lo que en apenas un puñado de años era capaz de conocer un fantasma (y valiéndose sólo del oído)”.

Como en Long Beach y “El otro cielo”, la vida de María transcurre por fuera de los protagonistas. Los demás tienen algo: Blinder una profesión, su mujer dependencia del alcohol, Rosa un hijo, un pequeño que crece e interactúa con la presencia fantasmal de María. Con Rosa, en cambio, sólo el hilo de una comunicación telefónica separada por un par de pisos de distancia y el recuerdo de un amor lejano en el tiempo.

El veneno diseminado por los cuartos de la mansarda no hizo su efecto. “No quedaba un solo grano de veneno a la vista, pero su olor lo inundaba todo”, dice el narrador. Una rata, compañera de las confesiones solitarias de María, lo muerde.

Y finalmente, aquel espacio de la mansión que había sido la salvaguarda del obrero, luego su guarida, terminará siendo su tumba.
Reynaldo Sietecase Pasen y vean que lindas fronteritas
Me gustan las fronteras. Siempre las percibí como una invitación no como un límite. Tienen un oficio irremediable: ser cruzadas. Sin frontera no hay viaje, ni riesgo, ni posibilidad de imaginar. No existiría la literatura sin fronteras, ni puertas, ni puertos, ni viajeros. Los molinos del Quijote se convierten en frontera sólo cuando revelan su condición de malvados gigantes. Sancho que dice lo contrario, no sabe nada de aventuras.

Hay fronteras naturales y también artificiales. Cadenas montañosas, ríos, mares. Líneas de puntos, rayitas, mapas de colores brillantes. Hay fronteras culturales, imaginarias y reales. Hay fronteras de odio. Límites. Muros. Alambradas. Soldados, perros, miedo. Frontera como división. Ésas son sus peores maneras. De acá para allá. Así nacieron los pasaportes y las visas. Los rechazos y las deportaciones. Nacemos con fronteras desde el útero. La vagina es la primera frontera atravesada por pura necesidad. Y así. Luego vendrán los terribles barrotes de una cuna. La terraza como esperanza. El barrio como territorio a conquistar. Una cierta idea de país. Aprendemos que el mundo es ancho y ajeno. La frontera nace como idea de propiedad. Lo mío es mío. Acá se hace lo que yo digo. Y si no te gusta, buscate otro lugar donde asentar el trasero, el corazón y los ojos. Mirá que te rompo la frontera. La peor amenaza. Lo contrario del pasen y vean que lindas fronteritas.

Me interesa la frontera como punto de quiebre. Atreverse a mirar más allá. Aceptar los cortocircuitos. Este ignorante de las delicadas urdimbres del psicoanálisis y con apenas algunos palotes dibujados en la escritura, intentará cruzar “con la barrera”.

Lugar común: el miedo
La imaginación y lo real; la cultura y la nacionalidad; el origen y la condición social. Tres fronteras. Lugar común: el miedo. El deseo como antídoto. El amor como solución. Pero no.
I.
“Me ocurría a veces que todo se dejaba andar”, dice el aburrido corredor de Bolsa de El otro cielo de Cortázar. Dejarse andar. Así abre su historia, con una revelación: sus recorridos fantásticos -en la doble acepción del término– responden a una inercia. Esa falta de voluntad, en principio deliciosa, terminará condenando al narrador a una vida convencional. Visto en perspectiva, se lo tenía merecido. Para atravesar una frontera hace falta mucho más que colocar un pié delante del otro acompasadamente.

En sus recorridos por Buenos Aires para escapar del tedio, de su trabajo, de su novia, de su madre. Vagabundear es su mínimo acto de rebeldía.

El destino y el azar le abren una puerta. La posibilidad de alterar tiempo y espacio “caminando”. O como el mismo lo denomina: “la deriva placentera del ciudadano”. Puede pasar del pasaje Güemes a una de las galerías de París, de la pacata Irma a la voluptuosa Josiane, de la novia de barrio a la puta deseada, de la argentina pre peronista a la Francia de finales del siglo XIX.

Del lado de allá hay juegos, bohemia, peligros, placer, algo parecido al amor, un asesino, un cafiolo, la sombra errante de Cortázar. Del lado de acá, la vida repetida, la seguridad, el matrimonio, los mecanismos previsibles que lo llevan “de la casa al trabajo y del trabajo a la casa”.

Su elección es más compleja que aquella que le demandarán las urnas entre Perón o Tamborini. “Creo que en esos días empecé a sospechar que ya el deseo no bastaba como antes para que las cosas girasen acompasadamente…”, dice. El deseo siempre es inasible, renunciar a su persecución es la peor derrota. Siempre hay que elegir entre un cielo y el otro. Y esto provoca una pena irremediable. De eso nos habla Cortázar.
II.
“Qué viaje estar parado aquí”. El profesor de Long Beach podría utilizar esta consigna. El personaje de Noé Jitrik es un viajero quieto. Un argentino en yanquilandia. Un exiliado voluntario en la incertidumbre de “estar y no estar”. La frontera que tampoco se anima a cruzar está dentro suyo.

El profesor elige ser una suerte de antropólogo marciano. Un examinador de conductas. Elisa, la mujer que lo aloja, se convierte en objeto de estudio mientras prepara sus clases y se detiene en revisar algunos aspectos del Holocausto. Ella es la extraña, la verdadera extranjera en este momento de su vida en el exterior. Un único sentimiento amenaza con enriquecer su estadía temporaria, la visita de su hijo y la interacción de éste con Elisa. Los celos parecen una bendición, el anuncio de algo que no ocurrirá nunca.

Es que el personaje-narrador de Long Beach no pierde su condición de huésped. Se relame en su soledad (“atrapado en la soledad y no por la soledad”, dice). Establece diálogos, atravesando la barrera del idioma y la cultura, pero es reacio a intercambiar fluidos. Prefiere ver la mosca atrapada en la campaña de cristal. Un boludo. Para usar un término totalmente ajeno al académico en cuestión.

Curiosamente la falta de profundidad en las relaciones de los personajes se convierte en virtud narrativa. Jitrik no hace concesiones. No pasa nada. Ni el polvo del final. Se queda en los detalles. Aunque el viaje tenga dimensión real. Eso es lo que pasa cuando una frontera no termina de ser atravesada.
III.
José María no existe. María, a secas, como lo llaman casi todos, es un perro vagabundo al que sólo se le presta alguna atención cuando muerde. Cuidado ¿Tendrá rabia? María es un perro enamorado. Y es el amor por Rosa, que podría salvarlo, el que se convierte en su condena.

María trabaja en una obra en construcción y Rosa es mucama en una mansión cercana. Hacen el amor con devoción en un mísero hotelucho, tienen planes. Pero la alegría de los pobres –dos cabecitas del interior– dura menos que el tiempo de lectura de una novela.

Rabia de Sergio Bizzio tiene un implacable ritmo de thriller y el escenario cruza los mundos de la argentina actual donde conviven el lujo y la marginalidad. Una frontera infranqueable sin recursos. Referenciada en la gran tradición de la literatura nacional, desde El Matadero hasta la actualidad, la tinta se mezcla con sangre. Hay víctimas y victimarios en roles reversibles y este nuevo eslabón agrega un aspecto novedoso.

La historia de María es una historia de rabia. Al negro cabeza lo humillan y lo atacan pero esta vez, el negro se defiende y responde. El negro mata. María podría protagonizar un filme de Quentin Tarantino. Mata al capataz que lo agrede y despide de su trabajo. Mata a un pituco que abusa de su amada. También mata a un rugbier nazi por equivocación. Hay siglos de odio e incomprensión detrás de sus trompadas. Una venganza ancestral parece flotar en el relato. Es imposible no sentir simpatía por este héroe negativo del conurbano profundo.

Perseguido decide esconderse en la enorme mansión donde trabaja su novia. Se vuelve invisible. Desaparece pero está. Esa es una de las ideas más inquietantes de la historia. “Toma” la mansión pero nadie lo nota. Es un ocupa silente. Mira sin que lo vean. Comienza a leer algunos ejemplares de la biblioteca. Se transforma. Mientras tanto afila su odio. Se enferma de celos.

En los altos de la casa convive durante meses con una rata. Comparten el techo y las sobras de comida que María puede robar de la heladera sin que nadie lo descubra. Tienen mucho en común.

María es una sombra. Una presencia apenas intuida por su novia. Cuando todo indica que podrá atravesar la última frontera para acercarse a la mujer que ama y a su hijo “del corazón”, será el roedor quien le devolverá rabia por rabia en una mordida por instinto. Lo mirarán morir.

El final trágico de María hará que las cosas vuelvan a su “orden natural”. El rico a su riqueza y la mucama a la cocina. Gracias a la oportuna infección la amenaza cesa. Pero muerto el perro ¿se acabó la rabia?
El corredor de bolsa de Julio Cortázar, el profesor de Noé Jitrik y el violento María de Sergio Bizzio tienen en común la intención. No alcanzan a pegar el salto tan ansiado y tan temido que puede transformarlos para siempre. Uno va y viene. Otro no se atreve. El menos cobarde, apenas lo intenta. Lo cierto es que fracasan. No logran superar la incomprensión y el cagazo. Tres sólidas ficciones que remiten a la imposibilidad. Tres historias de frontera.
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