Un héroe en bata Por Alexéi Zubrodka




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fecha de publicación30.01.2016
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Un héroe en bata Por Alexéi Zubrodka


Un héroe en bata
«Los sincitios, además de ser el resultado del plan de desarrollo normal de un organismo, pueden ser la consecuencia de procesos infecciosos ocasionados por virus o de irradiaciones mutágenas...»
Moscú, 1938
Había oscurecido, los tejados de la ciudad se tiñeron de sombras, pero seguía absorto a lo que sucedía a mi alrededor con la mirada dirigida hacia el mundo de los seres diminutos; los cromosomas. Cuando apagué la luz del microscopio y me froté los ojos cansados, un rayo de luna se colaba ya por la ventana e iluminaba mi libreta de apuntes. A su lado, sobre la mesa, yacía tentadora la portada del Vnie zemli de Konstantín Tsiolkovski. Pegué mi cara a la ventana estanca, no se podía abrir porque estaba helada, y miré aquel astro plateado. Imaginé que no era la Luna sino la propia Tierra; que no trabajaba en un estrecho cuartucho sino en un laboratorio alejado, en la soledad perdida del espacio exterior. ¡Hasta allí no viajé nunca! Pensamientos peligrosamente decadentes me envolvían en el atardecer moscovita. Preferir una cabina aislada, querer permanecer ausente de la gravedad por estar lejos de los burócratas... Pese a todo, se me antojó que incluso en medio del frío vacío interestelar habría un fisgón con escafandra husmeando por encima de mi hombro, y tomando notas apresuradas en un cuadernillo. Resignado ante lo que el futuro tuviera a bien depararme abrí la llave de la luz y me senté en el borde de la cama, dispuesto a entretenerme con las ilustraciones del sabio Tsiolkovski. En ese instante, y como confirmación a mis sombríos pensamientos, sonó el timbre de la puerta. Di un respingo tan fuerte que el volumen cayó de mis manos. Varios poemas de Tsvietaieva saltaron de entre sus páginas. Me los guardé precipitadamente en el bolsillo y coloqué el libro sobre la mesa. Los timbrazos se hicieron más perentorios, una mala señal.

Esta vez no se trataba de un vecino cualquiera que pasaba ‘casualmente’, o de un obrero que precisaba una ‘ayudita urgente’ para superar el examen en la escuela nocturna. No, qué va, dónde iba a parar. Aquel era un momento grande para la ciencia. En mi raquítico apartamento de las afueras tenía frente a mí a nuestro preclaro campesino, al amigo de los politicastros, al asiduo en las asambleas populares, el proclamado Académico por aclamación, el mismo que me expulsara de mi puesto en la Academia de Ciencias, nada menos que al gran hijo de mujik, camarada Lysenko. Me miró desde el portal como si me perdonara la vida, con ojos afilados de moderno Rasputín:

—¡Pero camarada Vavilov, qué grata sorpresa verle por aquí!

—Diría que la sorpresa es mía, Trofim Denísovich. ¿Viene usted acaso a detenerme?

—¡De ninguna manera! ¡Pero qué cosas tiene! No hice más que hablarle y ya piensa que le voy a detener. Vengo a tratar un asunto de suma importancia. ¿Qué tal le va todo? —Para entonces había aposentado su trasero en la única silla buena de la habitación. Yo permanecí de pie, ¡qué remedio! «Pues sepa que me va mal, principalmente por culpa suya». Pero solo lo dije para mi capote. «¿Cómo pudo enterarse de que esa silla era la buena y que la otra tenía una pata coja? ¿Obsesiones mías o sus informadores le transmiten cada pequeño detalle de mi vida?».

—No sea tímido —dije—. Pase, por favor, siéntese. A pesar de mi disgusto intenté poner buena cara. Hace mucho que aprendí. Ofenderse cuesta caro; te desvía de tus objetivos.

—Nikolai Ivánovich, la Patria Socialista necesita de su talento y de sus servicios.

—Dígame, pues, de qué se trata. Me tiene en vilo. «Ciertamente no necesita de ciertos tipejos».

—Se trata nada menos que de la patata. La patata, sí. Como lo oye. La patata es la clave para la alimentación de millones de personas. —Y siguió con una larga verborrea que por suerte conseguí pronto olvidar. —En resumen, aparque sus otros proyectos, camarada. Dedíquese a la patata. Trabajemos juntos.

—Pero, ¡qué oyen mis oídos! ¿Me está ofreciendo un empleo? «¿Y si accediera a devolverme mi puesto que ahora ocupa usted?». Pero si desaprueba mis métodos. En reiteradas ocasiones se ha manifestado públicamente en contra.

—Sus métodos están equivocados, Nikolai Ivánovich. Eso resulta más que evidente. Usted se deja arrastrar por el decadentismo propio del occidente burgués. Sostiene principios contrarrevolucionarios. ¡Pretende nada menos que desvirtuar la teoría evolutiva de Darwin! Pero no le criticaré si pese a ellos obtenemos resultados.

—¿Y ese cambio repentino...?

—Éste…. Verá. Le seré franco. —Antes de proseguir, se puso tieso como un palo de escoba, imitando la pose marcial de un guardia rojo frente a la sagrada tumba del camarada Lenin—. Llegó una orden de la Dirección. El Gran Camarada se impacienta por los logros.

—Y naturalmente… usted mismo está demasiado ocupado.

—Ciertamente. Podría hacerlo yo mismo, pero trabajo en otra línea de investigación, una idea fructífera, la de cruzar un tomate con una patata para que los tallos sirvan de alimento y las raíces den frutos. El proyecto está muy adelantado, no obstante encontramos ciertas dificultades menores para llevarlo a la práctica.

—Entiendo.

—Pondré a su disposición el Instituto de Agricultura Timiriazev. Abriremos caminos para la selección de especies, seremos colmados de honores, y de paso contribuiremos a apaciguar el hambre de nuestro amado proletariado ruso. ¡Crearemos el futuro! ¡Crearemos una patata a la medida del hombre soviético! —Hizo una pausa, se sentó y me miró con los ojos entornados. Medítelo bien.

Sí. Ya entendí. Había prometido muchas cosas y no podía cumplirlas. Tendríamos que dividirnos las tareas, uno haría el trabajo y el otro cargaría con el duro peso de las medallas. No me negué. ¿De qué me hubiera servido? Si fuera más espabilado o más receptivo le hubiera explicado que mi objetivo principal era estudiar los núcleos de las células y los cromosomas en ellos encontrados, los portadores de la herencia. Que en aquel cuartucho miserable tenía en marcha varios proyectos; uno sobre la variabilidad en las moscas drosófilas, otro consistía en inundar un recinto con anhídrido carbónico para convertir las plantas en gigantes y que produjesen enormes frutos… Pero, ¿qué podría contar a aquel iluminado? ¿Explicarle que mis experimentos no tienen nada de contrarrevolucionario, que jamás pretendí desmontar la teoría de la evolución de las especies, que cualquier teoría biológica es susceptible de perfeccionamiento? ¿Decirle, acaso, que basta un poco de buen sentido y una pizca de valentía para hacer progresar la ciencia? Sí, pensé en todo aquello, pero me mordí la lengua.

—Tanta generosidad por su parte me abruma, Trofim Denísovich. Aceptaré el reto, no podría negarme aunque quisiera.

—Así me gusta, camarada. Marcharemos juntos por la senda del éxito. Y de paso, ¿no querría reconvertirse, demostrar fidelidad a los principios de nuestra progresista ciencia michuriniana? —Le miré fijamente a los ojos sin responder. «¡Qué desfachatez! Hacerme partícipe de sus mentiras»—. Está bien, está bien, me voy. He de preparar un encuentro entre jóvenes koljosianos. Espero que sabrá obtener resultados en breve.

La estrecha figura de Lysenko desaposentó su trasero de la silla, y salió del piso tan rápido como entró. El aire en la habitación se volvió menos viciado. «¡Qué pena, una silla en buen uso! Me la habrá contaminado de burocratismo, de sectarismo doctrinario u otros virus desconocidos aún peores. Dudo ya que pueda volver a usarla». Al poco se oyó el motor de un vehículo. Soplé de alivio. Me puse manos a la obra. Acerqué la silla al escritorio, no la buena, esa prefería no tocarla, sino la otra, la que estaba coja. Ordené mis notas y empaqueté unas pocas pertenencias. Finalmente liberé a las drosófilas. ¡Pobres moscas del vinagre, esas caritas inocentes sí que no saben fingir, por eso andan últimamente tan perseguidas!

Al día siguiente ya estaba con una maleta frente a la vieja fachada de piedra y ladrillo del Timiriazev. Bueno, si como afirmaba Lysenko, la clave de todo era la patata, allá disponían de un surtido completo de vástagos, traídos recientemente de tierras amazónicas. En ellos deposité nuestras esperanzas. Yo mismo había descubierto varias especies en una expedición al Perú. Entonces aún no era un paria y existía un documento, hoy casi extinguido pero antes de uso bastante común, llamado pasaporte. De todas formas no se parecían aquellas variedades a ésta. Esta variante me resultaba desconocida. Mi propósito inicial fue cruzarla con nuestro Solanum Tuberosum de siempre para obtener un espécimen adaptado a las condiciones extremas de la estepa rusa y que resistiera las plagas de escarabajo. La tarea se presumía titánica y me resultó frustrante como pocas. Decidí empezar quemando etapas, abandonar la selección de esquejes que habían probado mis predecesores y generar mutaciones rápidas por medio de rayos Roentgen. Ni que decir tiene que el tema de las irradiaciones lo mantuve en completo secreto. Sabía que estaba metiéndome en problemas. Pero los caminos trillados no llevan a ninguna parte.

Cada mañana llegaba al laboratorio con una obsequiosa sonrisa para mis antiguos colaboradores. Les preguntaba por sus familias y ellos me respondían con una benevolencia envarada. Los viejos colegas temían por ellos mismos, no había que ser un lince para darse cuenta que cada vez quedaban menos. Por contra, los recién llegados habían ascendido desde la nada y me miraban socarrones. ¡Se permitían codearse nada más y nada menos que con el otrora poderoso profesor Vavilov! Una vez pasado el mal trago diario, me encerraba con llave y realizaba experimentos hasta una hora tardía. Por la noche, agotado en la cama, me veía acosado por terribles pesadillas. Se me aparecía el maléfico Lysenko, vestido para la ocasión con un antiguo traje de dominico. Sus ojos quemaban de indignación. Sacaba de la manga un tomo de las obras de Michurin y lo alzaba por encima de las cabezas de los asambleístas. Me acusaba de herejía científica: «¡Mendelista! ¡Weissmanista! ¡Morganista! ¡Olvidas las lecciones de nuestro querido Michurin!». En respuesta, un eco estridente se alzaba de entre las filas de fanáticos: «¡Es un enemigo declarado de la Revolución y del pueblo de Rusia! ¡Que lo manden a Siberia! ¡A la hoguera! ¡A la hoguera!» Me despertaba con un sudor helado y me ponía a trabajar. La rueda giraba otro día más. «Quizás perezca en la hoguera —me decía—, pero nunca renegaré de mis convicciones.» Rocié de diferentes modos aquellos especímenes de patata silvestre. Realicé en estricto secreto un total de treinta experimentos. Siempre con el corazón en un puño. Todos y cada uno supusieron un rotundo fracaso. No sabía por dónde seguir. Me desalenté. Adelgacé. Mi bigote encaneció. Las entradas en la frente se hicieron más amplias. Sentía cómo los ojos de mis colegas se me clavaban en la nuca al atravesar por los pasillos del Instituto. Seguro que hacían apuestas sobre cuánto tiempo aguantaría mi cabeza un proceso de congelación, mejor dicho de vernalización, en la dura estepa siberiana. Congelación o vernalización más o menos venía a ser lo mismo, solo que en este caso los gusanos realizaban el trabajo más despacio. La piel se transforma en cuero y todo el cuerpo sufre un proceso de momificación. Sería interesante poder contrastar el aspecto de mi miserable cuerpo al cabo de unos años en la heladera del Gulag. ¿Me conservaría a perpetuidad? En fin, otros deberán aplicarse a esa tarea, obviamente no podré realizarla yo mismo. Soplos de aire ártico golpeaban mi nuca. Presentimientos funestos planeaban como cuervos sobre mi cabeza. Lo peor es que no podía hablar con nadie, ni pedir consejo. Mis mejores colaboradores se habían alejado de mí, voluntariamente u obligados. Me acordé de un viejo amigo, Nikodímov, que ejercía como profesor en el Instituto Electro-Físico de Leningrado. Él, con su mente despierta, ajena al desaliento, podría echarme un cable. Valía la pena intentarlo. Descolgué el teléfono; tuve suerte, había línea ese día. Marqué el número y enseguida tronó la voz de Nikodímov al otro extremo del hilo. Le expliqué en substancia el asunto. Al terminar dije:

—Y ya lo he probado todo, Pável Nikítich, incluso con alcaloides, pero no consigo cruzar los cromosomas.

—Humm. Podría ser… Sí, tal vez... Es posible que llegara a funcionar.

—¿Qué...?

—He descubierto un método para generar un tipo nuevo de rayos. Falta todavía la prueba empírica, así que la haremos en el Timiriazev. Iré a verle el domingo. Y sin esperar mi respuesta colgó.

El resto de la semana se me hizo largo como una mala novela. Nikodímov llegó temprano a la cita, conduciendo un camión ZiS-5 con un entoldado gris hierro. Trajo consigo un embrollo de cables, enchufes, palancas, manivelas, y otros varios instrumentos de función desconocida para mí. Por ser un día festivo el complejo se hallaba vacío, salvo por el conserje, Benito Koroféiev, que aún dormía en una caseta anexa al laboratorio. Pudimos trasladar el instrumental sin miradas inquisitivas. El último cajón pesaba terriblemente. Al abrirlo surgió algo parecido a un casco de tamaño enorme. En su frontal exhibía la siguiente leyenda, escrita en caracteres cirílicos: HAPX1 – CCCP. 2

—¿Qué es esa cosa de ahí? —dije resollando—. Parece una olla gigante puesta del revés.

—¡Y no se equivoca usted! Es una réplica exacta.

—¿Y las siglas?

—Le puse el nombre de Mega Aglomerado de Rayos X. Son rayos similares a los cósmicos, si bien producidos artificialmente. ¿Ve los tubos cómo desembocan en estos agujeros? A través de ellos lanzaremos los haces de rayos que irradiarán las matas de patatera.

Después de arrastrar el armatoste al centro de la habitación e introducir lo que aún quedaba de material, el profesor Nikodímov colgó de su cinturón un martillo, varios destornilladores, un punzón y otros instrumentos de herrería. Apuntó algo en un folio cuadrado y a continuación se entretuvo en dar suaves martillazos sobre la frágil plancha metálica, y tirando, de paso, cosas por el suelo. Me trajo el recuerdo de ciertos rituales chamánicos propiciadores de la lluvia que había visto practicar a los nativos del sur de Norteamérica. Corría de acá para allá, saltaba y pateaba. Y mientras tanto masacraba un aria que sonaba vagamente al Borís Godúnov. Desde luego mi amigo no era ningún Shaliapin. Entonces, respondiendo a sus indicaciones, también yo me vi obligado a sumarme a la danza. Felizmente, no tuve que cantar. Pero sí que unimos juntos los diferentes elementos. Colgamos por todas partes lámparas; en las mesas, en las paredes, sobre los armarios, y hasta en las molduras del cielo raso. La habitación rebosaba tanta luz que hería la vista. Nuestras batas blancas resplandecían, parecíamos seres de otra galaxia. Cuando todos los instrumentos estuvieron instalados fuimos a seleccionar los especímenes patatales. Entonces le tocó el turno de admirarse a Nikodímov, tanta era la exuberancia de las matas. Hojas como la palma de la mano y tubérculos semejantes a melones, sobresaliendo del substrato. La exposición continuada al gas carbónico solía generar este desacostumbrado resultado. Escogí algunos arriates y los colocamos sobre una gran mesa. Luego enfocamos el casco invertido hacia las raíces de las plantas. Dejé que el profesor terminara con los últimos ajustes y marché a un rincón del fondo donde teníamos un infiernillo de alcohol. Puse a calentar agua en un gran matraz, y lo rellené con nabos y zanahorias. El profesor alzó las manos pidiendo la atención del público, obviamente el único público era yo. Me miró sonriendo, movió los brazos de manera teatral, apretó un botón y el aparato se puso en marcha con un ronroneo suave. «¡Voilà!».

Cuando las hortalizas estuvieron listas nos fuimos a comer tranquilamente a una habitación contigua. Nikodímov había traído embutidos con los que acompañar.

—¿Habrá que esperar mucho?

—Nunca se sabe —dijo con un encogimiento de hombros—. Todo depende del azar. Roentgen probaba un tubo de rayos catódicos cuando observó un parpadeo de luz al otro extremo del laboratorio. La curiosidad le llevó a poner la mano y vio horrorizado la sombra de sus huesos moviéndose. Así descubrió la existencia de los rayos equis y estuvo a punto de perecer por un síncope. O fíjese en Messier. Era un caza cometas. No estaba buscando galaxias cuando las descubrió. Solo las cartografió porque quería quitarse una molestia de encima.

—Si hubiera buscado galaxias habría descubierto cometas.

—Probablemente. El progreso científico no es rectilíneo, se basa en intuiciones, y se mueve en saltos impredecibles, como un loco caballito de ajedrez.

—No estoy de acuerdo. La suerte les pilló a ambos trabajando. Solo mediante una actividad constante y previamente planificada se consiguen los frutos deseados. No puedes esperar de brazos cruzados mientras te llega la inspiración, o la suerte.

—Pero cuando inicias una investigación, aún no sabes lo que vas a descubrir. Colón no se disponía a descubrir América sino las Indias. En mi caso, si supiera por anticipado la respuesta ni me ocuparía ya del asunto. Me gusta dejarme llevar por alguna idea fantástica, apasionante. Entonces me pongo con las ecuaciones matemáticas. Si consigo dar con la fórmula tan solo queda llevarlo a la práctica. Todo se reduce entonces a unas pocas planchas metálicas, tuercas y tornillos.

—Sí, le entiendo. Pero estas intuiciones ocurren pocas veces en la vida. A mí me sucedió una única vez, creo recordar, en la cumbre de una montaña en Etiopía. Tuve el convencimiento de que estaba contemplando la cuna de la agricultura. Y que había otras cunas. Me propuse buscarlas con ahínco porqué sentí la urgencia de que debía preservar aquel legado para las futuras generaciones.

—La ciencia no deja de ser un sinsentido. ¿Cómo se puede predecir lo impredecible, las variables, la infinita acumulación de posibilidades, las insondables elecciones del azar, los inflexibles dictados del destino?

—Es usted un auténtico ruso, Pável Nikítich, todo pretende dejarlo a la ciega fuerza del azar.

—¿Y quién no le dice a usted que mañana un colega suyo no le sorprenda con un gran descubrimiento en este mismo Instituto?

—¡Ah no, eso sí que no! Estos de aquí no descubrirán nada ni por casualidad.

—No parece que les tenga mucho aprecio, Nikolai Ivánovich...

—Buff. Son igual que una plaga de doríforas. El peor de todos es uno nuevo, el candidato a doctor, el camarada Bodriosenko. Es un espía declarado. Se presenta de improviso a husmear, con la excusa más peregrina. Si me quejo dice con ese tono impertinente que ponen los jóvenes de ahora, como si lo supieran todo en la vida: «Tengo derecho a venir aquí. Soy la mano derecha del Académico. Se me ha encargado que tal y cual…». En fin, tiene el mismo cerebro que una patata.

—Pues tiene futuro el muchacho. En nuestro país es una gran ventaja ser un científico sin talento y una tremenda desventaja tenerlo.

—¡Cuánta razón tiene!

—Los jóvenes de ahora no necesitan comprender el mundo, ni buscan la verdad. Se limitan a repetir las consignas del Partido.

—Shhh.

—Pero si estamos solos, usted y yo.

—Me pareció oír un ruido, aunque lo habré imaginado. ¿Sabe?, dicen que de cada dos personas que asisten a una reunión, uno es un soplón, y el otro un posible agente provocador.

—Diría que exagera usted.

—Se trata de una simple verdad estadística. Podría igualmente haber micrófonos ocultos, y además está el conserje.

—¿Desconfía del conserje?

—¿De Benito Vasilyevich?, la verdad es que no. Se pasa el tiempo dándole a la botella.

—Una desgracia, pero ¿quién no bebe en nuestro querido país?

—Cierto. Un atavismo, dicen, de la etapa anterior. Lo erradicaremos en cuanto avancemos por la senda del socialismo. Por lo demás, el pobre está medio sordo desde que agarró una gripe allá en el Extremo Norte.

—Un viaje de esos obligados, supongo.

—Supone bien. Barre, limpia las mesas, vigila por las noches. No le dejo acercarse al huerto, ni a las pruebas irradiadas bajo ningún concepto. Son demasiado tentadoras para su glotonería. Al terminar la jornada recojo las hileras de plantas y las guardo en armarios protegidos con llave. Un engorro, ¿pero qué puedo hacer? A veces sueño con irme a trabajar al espacio. Pero ya no me permiten viajar, me retiraron el pasaporte.

—Tenga paciencia, la ciencia seguirá avanzando aunque le parezca que las agujas no se mueven. Y no va desencaminado. A poco que nos lo permitan los burócratas vamos a hacer grandes cosas, incluido también el viaje espacial. El progreso no tiene vuelta a atrás. Todavía llegará un día en que podrá experimentar con sus moscas del vinagre en gravedad cero.

—Humm, experimentos en el vacío.

—¿Puede imaginárselo, Nikolai Ivánovich?

—Por supuesto que sí. Surgirá un sinfín de ideas útiles. Aunque de momento estamos donde estamos. ¿Le apetece un poco de té, Pável Nikítich?

—Uno suave, gracias.

Volví al laboratorio con las palabras del profesor rondándome la cabeza; ese infinito de mundos que se nos abriría para investigar. Puse a calentar té con el infiernillo, luego lo distribuí en dos probetas estriadas. Entonces oí una voz. «Disculpe, camarada». Sonaba atenuada, como si saliera de detrás de un armario. «¡Otro maldito espía! —me dije—. ¡Cielo santo, qué plaga!». Busqué bajo la mesa, abrí la ventana, remiré detrás de los armarios y dentro de los cajones, pero no encontré a nadie, ni tampoco ningún altavoz oculto. ¿Sería posible que se tratara de una ilusión auditiva?

—¡Ejem, ejem!—. El carraspeo salió, estaba ahora seguro, de la reata de plantas. Concretamente del ejemplar que llevaba el número 441 en la tablilla, recientemente irradiado.

—Con su permiso, camarada—. La voz tenía un ligero acento extranjero, diría que sudamericano.

—¡Una patata me ha hablado! Imposible —. Pero en ciencia esa palabra no existe.

—¿Tiene algún inconveniente? ¿Pretende acaso negarnos la palabra, por ser de origen humilde? ¿Es necesario poseer un Certificado de Aptitud de la Autoridad Competente?

—Ningún certificado y ningún inconveniente —respondí—. Este es un país libre. Prosiga, por favor, camarada patata. ¡Profesor, venga corriendo! ¡De prisa! ¡Ha empezado! ¡Corra aquí!

—¡Oh, parece que esto se anima! —exclamó. El profesor entró veloz, y ambos acercamos la oreja para oír mejor. No fue necesario porque enseguida se alzó un coro estridente de patatas parlanchinas. Todas hablaban a la vez. Una de ellas, la más grandota y de mayor vozarrón, nos hizo una petición.

—¿Podrían ustedes bajar la luz? Esas luces me ciegan.

La voz estaba cargada de reproche. Es verdad que los rayos parecían clavarse en los tubérculos como se clava un pincho dentro de una patata hervida. Nikodímov toqueteó un enchufe, desconectó algunas lámparas y apagó el irradiador. No pude observar ningún órgano similar a un ojo, aunque tampoco, dicho sea de paso, nada que pareciera una boca. La voz debía de salir a través de los poros de la piel. Estaba anonadado, pero no quería mostrar debilidad ante una patata, y menos aún extranjera, como parecía ser el caso.

—Bien. Sobre los comentarios vertidos entre ustedes de hace un instante, permítanme una pequeña puntualización.... He notado en ellos, ¿cómo diría..?, un cierto tufillo decadente del que podría presuponerse que no están ustedes en buenos términos con la autoridad competente —. A partir de ese momento y durante un largo rato estuve escuchando perplejo la pesada perorata de aquella patata parlante sobre la acuciante necesidad de acompañar el progreso técnico-científico con avances sociales. Empezó a dolerme la cabeza. Cuando el tema derivó a la conveniencia de aislar preventivamente a ciertos elementos supuestamente subversivos del sistema no pude dejar de protestar enérgicamente.

—No le permito ese tipo de acusaciones, camarada patata. ¿Qué derecho tienen a enjuiciarnos?

—Pensándolo bien... —dijo irónicamente—, en realidad no somos camaradas ustedes y nosotras. Ni mucho menos. No hemos estudiado juntos en la universidad ni ocupamos departamentos de catorce habitaciones con cuartos de baño. —Me quedé mirando estupefacto a Nikodímov, y éste bajó la cabeza, avergonzado.

—Sí. Estamos informadas. Somos pequeñas, la savia circula rápidamente por nuestro cuerpo, pero nuestra inteligencia es más grande, nuestra vista más rápida. Pero basta de cháchara. Ya es tiempo de olvidar. Hoy toda la gente tiene derecho a equivocarse. Abjure y será perdonado.

—¡Será idiota!

—Todo cuanto usted dice se remite a lo siguiente: «No le permito, no tiene derecho». Incluso se permite insultar. Aparentemente, sólo los profesores tienen derecho a decir cuánto se les canta por el culo.

—No le permito ese tipo de lenguaje, camarada patata.

—Vaya, hombre, y dale con los permisos...

El resto de las patatas se fueron sumando a la discusión, que iba resultando cada vez más insufrible. «¡Maldita sea! No me gusta todo este alboroto en el laboratorio...», dije para mí. Acabar de pensarlo y la algarabía de las patatas adquirió un tono más estridente.

—¡Pido la palabra para hacer una declaración! —dijo entonces la patata gordota, que parecía ser la mandamasa.

—Hable, pues, y callen las demás.

—Quiero hacer la siguiente declaración. No la hice antes por un falso sentimentalismo, me repugnaba hacerla. Ustedes nos han dado el sustento y los rayos vivificadores. ¡Y me sentí llena de respeto! Pero ustedes, amigos míos, ustedes no tienen conciencia social. Y lo que es peor, no confían para nada en la sabiduría de su líder indiscutible... —Me pregunté esperanzado si aquello no sería fruto de una alucinación de mi cerebro, pero el severo dolor de cabeza que me producía la perorata y un pellizco que me di en el brazo me convencieron de que aquello era real— . No se trata de nada personal, compréndanme. Planteo la cuestión desde la base de los principios. Me veo en la obligación de convocar una asamblea. Sus puntos de vista serán escuchados. Tendrán un juicio justo. En cuanto a mí, estoy pensando en postularme para entrar en el Partido. Como ven, estoy haciendo méritos, eso es incuestionable. Sin duda realizaré un trabajo encomiable.

—Mejor sería que durmiera, a ver si se le pasa esa canallez con la que despertó. —No pude continuar hablando porque el laboratorio entero estalló en protestas. Los cristales de las ventanas estaban a punto de saltar, de tanto griterío.

—¡¡Encerradle, fusiladle!!

—¡Preste oído a la sala; el colectivo no está de su parte!

—Este colectivo parece fumigado con los vapores del dogma.

—¡Mejor que confiese todas sus desviaciones, Nikolai Ivánovich, se lo tendrán en cuenta!

—Prometo que os daré con este martillo —dijo Nikodímov. Tenía los ojos inyectados en sangre, la ira le rebosaba por las orejas.

—¡Pues yo te morderé la nariz! —contestó una patata cercana. Nikodímov levantó el martillo sobre la patata chillona, pero entonces lo atajé.

—Pável Nikítich, sosiéguese. Usted necesita un buen trago. Dígame, ¿qué prefiere, vodka o zubrovka? —Él me miró consternado, iba a protestar vivamente, pues era sabido por toda la profesión que Pável Nikítich nunca bebía, su única adicción era al trabajo. Pero después de tres guiños consecutivos captó mi mensaje.

—Ah, estupendo. Diez centilitros de zubrovka me sentarán bien.

—Pues vuelvo enseguida. —Me llegué hasta la caseta. Aprovechando que Koroféiev había salido rebusqué por su cocina. Había vasos sucios y varias botellas vacías por el suelo. Pero detrás de un armario encontré dos de stolinskaia, llenas. Debían de ser las reservas estratégicas para una emergencia. Volví esperanzado con ellas bajo el brazo. Llené dos probetas de diez centilitros, y ofrecí una a Pável Nikítich. Disimuladamente vacié el contenido de las botellas en el conducto del agua que regaba la reata de patateras. La verborrea continuaba imparable, más o menos en este tono:

—Eso, eso, denle al bebercio. Supriman la fecunda discusión dialéctica por la adoración a la botella. ¿Para qué beben? Seguramente lo hacen por pereza. Ustedes los borrachos no tienen cabida en la sociedad. Con puño de hierro sacaremos adelante este país atrasado. A pesar de sus perezosos habitantes. Instauraremos, si es preciso, el toque de queda. ¡¡Ja!!

No objeté, no valía la pena discutir. Solo que no pude evitarlo, me estremecí a causa de aquella voz sin boca que reía eufórica al pronunciar la palabra ‘toque de queda’. A Pável Nikítich le costaba contenerse más que a mí, la mano que agarraba el martillo se le había puesto blanca de tanto apretar. Pero la calma se aposentó en la sala a medida que el agüilla de alta graduación iba penetrando a través de las raíces. Una tras otra, las patatas vocingleras se durmieron. ¡Cómo lo agradecieron nuestros oídos! El silencio que siguió era espeso. Casi siempre hay algo que hace ruido en el laboratorio; el goteo del agua en los arriates, el tac-tac de un reloj, el sutil vuelo de una drosófila huida de un frasco que se te posa en la oreja. Nada, si acaso el vuelo de un ángel. Ahora que se acabó el vociferio me dio por ponerme meditabundo. Era consciente de lo que se avecinaba, me subía ya por la piel esa sensación incómoda de un nuevo fracaso. Y después, por un instante, también sentí pena por las patatas. Quedaron allá desvalidas, mudas, semienterradas en el sustrato. Nos miramos el profesor y yo.

—¿Qué hacemos, las refrescamos con agua helada? —, preguntó el profesor, que leía en mis ojos.

—¡Ni se le ocurra! —Salimos juntos. La puerta, detrás nuestro, resonó al cerrarse. Ya fuera, nos encontramos con Koroféiev, que volvía de comer. Calzaba unas botas enormes, más apropiadas para la labranza que para el pavimento de la ciudad. Los pantalones eran de tipo campesino, los llevaba encajados dentro de las botas. La larga barba le hacía más delgado, podría pensarse en uno de los antiguos creyentes si no fuera que le delataba ese andar tambaleante. Entonces tuve otra idea, la mejor del día, pensé erróneamente.

—Benito Vasilyevich, venga aquí un momento, haga el favor.

—...y entonces yacerá el lobo con el cordero, crecerá la rosa sin espinas y ninguna lágrima más será vertida... Y los caballeros podrán elegirse a las damas de su agrado. Todo ello gracias al triunfo de la amada ciencia. Buenos días tengan usted y usted. Me quito el gorro ante los camaradas científicos.

—Buenas tardes tenga también usted. Ya hemos terminado por hoy, estamos cansados. Necesitamos que barra por dentro, que apague las luces y que cierre todo con llave. Sobre todo no deje entrar a nadie, bajo ningún concepto.

—¡Bajo ningún concepto...! Seguiré a rajatabla el mandamiento de los dos ángeles cubiertos de blanco. Aunque se estremezca ¡hip! la tierra y griten las piedras...

—Eso es. Hay algo más, Benito Vasilyevich... Verá, el profesor y yo hemos estado recordado los viejos tiempos, y bueno.., resulta que hemos metido la mano en sus medicinas. ¿Me entiende, verdad? —Hice un gesto explicativo con el codo. Al sorprendido Koroféiev se le puso una cara de manzana arrugada, peor que si le hubieran golpeado en la cabeza con el mismísimo libro del Apocalipsis. Sin duda, tenía en proyecto utilizar una o varias dosis, pero no osó replicar a dos tipos vestidos con batas blancas—. No se apure, Vienia, mañana beberemos juntos a su salud; le traeré sin falta un par de botellas. Y como compensación puede quedarse las patatas. Lléveselas todas. Nosotros no las necesitaremos. —Entonces su cara se iluminó ante la perspectiva de un apetitoso guiso para la cena.

—¡Hurra! —Se fue, marinero en tierra, en busca de un cubo, mientras decía alegre: ¡Que seres tan encantadores estos camaradas profesores! Y lloverán patatas ¡hip! del cielo, enviadas por ángeles con batitas blancas...

—¡Uff! Parece que hoy logramos salvar al mundo —dije.

—Bah, pura rutina —contestó Nikodímov.

—Lástima que haya resultado otro experimento fallido. Lysenko me va a despellejar…

—¿Un fracaso? No lo veo como tal. Se nos abre un amplio abanico de posibilidades. Habrá que perfeccionar los rayos MARX, eliminar los nocivos efectos secundarios. Si me lo permite, hablaré con el profesor Zargarián. Me gustaría saber qué opina. Estamos estudiando juntos sucesos paranormales. Por otra parte no estaría de más investigar el verdadero origen de esas matas de patatas que supuestamente provienen de Sudamérica. No es descartable un origen extraterrestre.

—Yo me encargo de averiguarlo. Y estudiaré también la composición del agua. Puede que esté contaminada con algún alcaloide desconocido que afecta a las patatas, incluso puede que también afecte a las personas. No creo que sea un problema de los rayos MARX. Interesante esa idea que plantea sobre el origen foráneo. ¿Se imagina que provengan de Marte, y que existiera en ese planeta una sociedad socialista superavanzada?

—Importante. Debe hacer creer a todos que la cosa marcha por buen camino, poner la mejor de sus sonrisas, hacerse el interesante como si estuviera próximo a un gran descubrimiento. Ahora descansemos un rato. ¿Sabe?, hoy tenemos función en el Bolshói. ¿Le apetecería asistir, Nikolái Ivánovich? Me han pasado dos entradas. Más tarde podemos recoger el instrumental.

—¿Quién actúa, Lémeshev o Koszlovsky?

—Koszlovsky. El Orfeo y Eurídice.

—Pues resulta tentador, hace tiempo que no voy. Pero, ¿qué son esos gritos que salen del laboratorio?

—¡Nuestro estimado Koroféiev! Debe tener problemas.

El pobre Benito Vasilyevich desorbitaba los ojos, movía los brazos como un pollo intentando escapar cuando acudimos en su ayuda. Una probeta de vidrio se había roto. Incluso algunos maceteros estaban caídos y la tierra se había vertido por el suelo. A las patatas les habían surgido brotes en forma de bracitos y piernas. Dos le colgaban de la barba, otra subía por su hombro derecho, a punto de morderle la oreja. Otras dos más le agarraban los pies y estaban por hacerle perder el equilibrio. ¡Qué mala suerte! Esperaba verse confortablemente sentado a la mesa frente a un apetitoso guiso, pero ni siquiera tuvo tiempo de colocar las patatas en el cubo porque el laboratorio entero había estallado en gritos de indignación. Por contra, Koroféiev había perdido el don de la palabra. El alcohol ingerido le hacía creer que su enemigo tenía duplicadas las fuerzas. La lucha estaba, sin duda, descompensada.

—¡
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