Un héroe en bata Por Alexéi Zubrodka




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fecha de publicación30.01.2016
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Ostanói! –grité, imitando la voz de mando de nuestra milicia. Ambos contendientes reaccionaron cual perros de Pavlov ante un estímulo programado; quedaron quietos. Sonreí aliviado. La patata mandamasa fue la primera en romper el silencio al cabo de un rato.

—Bueno, Benito Vasilyevich, usted es de origen humilde, tendría que dar ejemplo. Libérenos. —Koroféiev se sentó jadeante y empezó a hablar:

—Les juro por Dios que...

—No jure Benito Vasilyevich, queda feo —dije—. Intentemos resolver el asunto sin recurrir a la violencia. Firmemos un armisticio. Camaradas patatas, ¿por qué no nos aclaran algunas cuestiones? La primera, ¿quiénes son ustedes? Esto empieza ya a ser urgente. Nos gustaría mucho conocer su historia. Por favor, hablen de uno en uno, o de una en una si lo prefieren.

Tras un largo y enmarañado discurso, roto en ocasiones por un núcleo duro que defendía el exterminio en masa de todos los homínidos, y salpicado por alguna que otra palabra de clara extracción barriobajera, sacamos en claro varias cuestiones. Primera, la intuición de Nikodímov resultaba ser cierta; afirmaban provenir de Venus, y según ellas, aprovecharon la conjunción planetaria inferior ocurrida años atrás, para iniciar viajes exploratorios. Su cálculo de la distancia actual entre Venus y la Tierra les daba una cifra de 0,26441736 veces la distancia media entre la Tierra y el Sol, lo que equivaldría a más de 39 millones de kilómetros, unos 37 millones de las antiguas verstás. Nikodímov se puso frenético haciendo cálculos con el ábaco. El resultado que obtuvo tras un laborioso esfuerzo difería un tanto y volvió a revisarlo. Números, números, ¡una plaga de números! Siempre odié los números. Mi hermano Serguéi es el matemático de la familia. «Dejémoslo, Pável Nikítich, parecen estar correctos». «Tengo que hablar con Serguéi en cuanto tenga ocasión», pensé. Segunda. Si bien su planeta distaba a unos pocos millones de kilómetros de la Tierra su sociedad, nos aseguraron, estaba a años luz de distancia de la nuestra. Y en esto no supimos dar con un método de medición que nos sacara de la incredulidad. Vivían, decían, en un planeta con un socialismo en estado más que avanzado. «Somos un Estado Pluscuamperféctico». Tercera. Indicaron que su nave sufrió una avería tras el roce contra un meteorito, y cayeron dentro del campo de atracción del planeta Tierra. No podían regresar ni ponerse en contacto por telescopía eléctrica con su planeta. Utilizaban una especie de ojos eléctricos o telefot más completos que nuestra radio pues les permitían transportar imágenes además de sonido. Habían aprendido el rudimentario idioma nativo e intentaron ponerse en contacto con especímenes humanos pero fueron pisoteadas brutalmente y las supervivientes secuestradas en la selva amazónica, y traídas hasta este frío rincón. Cuarta. El aire que respiraban no les gustaba. Demasiado oxígeno; el aumento del anhídrido carbónico en el laboratorio y los rayos cósmicos del profesor Nikodímov les habían sacado de un estado de letargo, o de postración. Y quinta. No estaban nada contentas. «Para nada», repetían. Volvían a alterarse por momentos. Temí que se nos avecinaba otra batalla campal.

Nikodímov, el optimista a ultranza, se apresuró a indicar la posibilidad teórica de enviar una nave interplanetaria. Daba por buenas las ecuaciones de Tsiolkovski que determinaban el movimiento ideal de un cohete. «Usted, colega, sabe que no soy amigo de las historias de ciencia ficción, estoy seguro de que puede hacerse». Por mi parte, inocentemente, contesté:

—Bueno, yo no sé la manera, solo se me ocurre telefonear a mi hermano. Él es físico, disfruta de un cargo, sabrá más que nosotros. —Fue decirlo y se me echaron encima. Me obligaron a llamar. No sé qué extraños sucesos paranormales tenían lugar esos días por Moscú, el caso es que la línea telefónica continuaba dando servicio ininterrumpido. Mi hermano Serguéi descolgó al instante. Tuve con él una breve charla, me derivó a un ingeniero conocido suyo.

—No me suena su nombre, ¿Sviatoslav Lébedev, dices? —El ruido de fondo aumentó, la línea estaba a punto de cortarse. Ese hecho, por lo que tenía de cotidiano, me tranquilizó—. ¿Vive aquí en Moscú?

—No. Odia las aglomeraciones. Vive en Ucrania, en una aldea al norte de Chernovit. Tiene una nave en construcción. No he entendido muy bien para qué necesitas viajar al espacio; es igual, no importa, te facilitaré el contacto. Pero Kolima, por lo que más quieras, mantén el secreto. Cualquier indiscreción puede suponernos la ruina del proyecto y perderíamos años de investigaciones. Ahora debo dejarte, mañana temprano tengo una reunión. Por cierto, no se llama Sviatoslav, sino Svetlana Lébedeva, es una mujer. —Y colgó.

Así que en lugar de una velada en el Bolshói con el tenor Koszlovski en su papel de Orfeo, aquella tarde dominical la pasamos en el laboratorio junto a un puñado de patatas, organizando un aventurado viaje a Venus, como quién dice a la vuelta de la esquina, con escala previa en la fértil llanura ucraniana, poblada de modernos koljoses y de bocas hambrientas. Todo ello con el absurdo objetivo de devolver a unas patatas errabundas a su supuesto lugar de origen, y ya de paso preservar nuestro atrasado planeta Tierra de la locura que supone la perfección ideológica. Reconozco que en ese momento aquella era mi principal intención. Salvar a la Humanidad, ya fuera del hambre o de otras calamidades peores, se estaba convirtiendo en una rutina para mí. Después se me ocurrió, y ¿por qué no?, que podría realizar experimentos en gravedad cero.

Las patatas, agradecidas, mutaron su actitud hacia esos seres que juzgaban atrasados. Hubo alguna que hasta se disculpó. Todavía se oía murmurar «humanos pataticidas», «hay que matarlos a todos, uno a uno». Pero, cuando menos, esa pequeña minoría que preconizaba nuestro exterminio quedó desautorizada por la Dirección. Prometieron que no tratarían de instaurar o de recrear ningún modelo social para nuestra maltrecha humanidad y, mejor aún, que dejarían de lado los discursitos ideológicos. Discutiríamos solo por cuestiones de trabajo. Concluimos que no sería necesario posarnos en la superficie de Venus, bastaría con orbitar a su alrededor. Alguna nave venusiana aparecería, atraída por nuestras señales, y se podría efectuar un trasvase de patatas por el espacio. ¡Y yo aprovecharía para realizar experimentos en el espacio! Nikodímov propuso llevar con nosotros música de Gluck. «¿Te figuras cómo sonará una ópera en el espacio?». Él imaginaba la Danza de los Espíritus Bienaventurados surgiendo del gramófono a la par que las patatas atravesaban el espacio entre las naves.

No estábamos seguros de que aquel plan pudiera tener éxito; la única certera era que las dificultades no nos asustaban, éramos científicos. El viaje hasta Ucrania parecía la parte más factible, cosa más ardua sería llegar hasta Venus. Sin embargo las dificultades prácticas en forma de una maraña de permisos, solicitudes, escritos y explicaciones lo imposibilitaron ‘de facto’ durante varios meses. Negligentes burócratas demoraban el proyecto. No concebían la necesidad de nuestra expedición. Habíamos programado el viaje hasta Chernovit como una expedición botánica, simulando una serie de experimentos adaptativos de nuevos cultivos a los suelos negros. Los koljoses en Ucrania estaban teniendo malas cosechas que se achacaban a la insuficiencia del estiércol producido por vacas y ovejas famélicas; en realidad una buena parte de las semillas entregadas por las autoridades para siembra eran devoradas por estos campesinos hambrientos. Pensábamos que la hambruna era el pretexto perfecto que justificaba nuestra expedición, pero recibimos una negativa tras otra. El hombre propone y el Partido dispone. No me quedó más remedio que recabar la ayuda de Lysenko. Era un hueso difícil de roer. Hube de engatusarle con que estábamos maduros para un descubrimiento importante que le auparía a la gloria. Tan solo tenía que autorizar una komandirovka, un viajecito de nada para mí y un colaborador. «Por supuesto, Trofim Denísovich, usted sabe que yo le avisaré llegado el momento. Descuide, podrá salir en la foto». Esa eventualidad, el no salir en la foto, le atormentaba más que el hambre que padecían los campesinos. Aquel mujik tan delgado como la piel de una serpiente se alimentaba de almas puras dedicadas al servicio de la ciencia, la mía sin ir más lejos. Impuso la presencia de Bodriosenko. El pobre Nikodímov, que había hecho un hueco en sus múltiples ocupaciones, se quedó sin plaza.

—Oh, sí que venga. —contesté airado—. Pero que traiga una pala para cavar las patatas. Como usted sabe aún no hay tractores, aunque en breve el Partido proveerá, loado sea el camarada Stalin. Hasta entonces lo haremos a mano.

Lysenko dio su aprobación con la citada salvedad, y yo me quedé al borde de la desesperación porque no sabía cómo iba a poder cumplir la misión que me había autoasignado con ese espía de sonrisa canina a mi lado... Pero estaba abocado a seguir con el proyecto. Viajar al espacio se había convertido en una obsesión. «Saldré del paso —me dije—. No importa cuántas dificultades tenga que superar». Por una feliz casualidad, o porque al fin y al cabo Kikodímov tenía razón y el progreso de la ciencia es imparable, Bodriosenko dio menos problemas de los que yo, y él mismo, esperábamos. La noche anterior a la partida comió unos huevos que le sentaron fatal, y no pudo emprender el viaje. Lysenko me llamó por teléfono para comunicármelo. Al no funcionar la línea, se personó él mismo en el Instituto la madrugada del domingo de finales de julio. Ordenó posponer el viaje.

—Pero Trofim Denísovich…

—Ya está decidido.

«Bueno, ya está —me dije—. Fin del descabellado proyecto. ¿Y ahora qué?». Miré a Koroféiev, que seguía cargando el camión. Las patatas ya debían de estar dentro. «¿Partiría sin los permisos? No conseguiría ni salir de la ciudad». Para sorpresa mía y de Lysenko, Koroféiev se ofreció inesperadamente como sustituto en lugar del enfermo Bodriosenko. Creo que lo hizo por el cariño que profesaba a sus amadas patatas; le costaba separarse de ellas, dedicaba todo su tiempo a los cuidados que requerían. ¡Oh, milagro de milagros!, Lysenko aceptó.

—¿No se opone?

—No. Y tampoco averiguaré de dónde sacó ese elefante con ruedas. Dudo que consigan llegar.

El elefante con ruedas era el robusto camión ZiS que Nikodímov supo escamotear a las requisas. Había comenzado la guerra en Polonia. El hecho nos parecía entonces lejano. No sé por qué le vino a Lysenko esa exótica metáfora tan ajena a la madre Rusia. Sería por el enorme tamaño, por su misérrima velocidad, o por las ruedas rugosas, grises, que semejaban la epidermis de un paquidermo. O quizás fuese la vigorosa vibración del claxon que recordaba la llamada de la selva.

Montados en su bamboleante cabina vimos pasar a nuestra izquierda las bocacalles estrechas del barrio de Arbat. Atravesamos el río rodeado por nuevas edificaciones; la calle Kievskaia, su estación de trenes y la flamante estación de metro con el mismo nombre. Desfilamos frente a los dos guardianes de los estudios Mosfilm. Eran claramente reconocibles el trabajador y la koljosiana, ambos con sus brazos elevados al cielo, marcándonos el correcto camino a seguir. Estábamos ya en las afueras. A los pies de la montaña de Lenin se arremolinaba una bandada de gorriones. Cantaban alegres, no sabría decir si en alabanza al Gran Camarada o al incipiente sol del amanecer. Terminó la ciudad y con ella el asfalto. La esplendorosa llanura rusa se abrió de golpe ante nuestros ojos, como si estuviéramos instalados frente a la pantalla de un gran cinematógrafo y contempláramos los tiempos gloriosos del gran Alejandro Nevski. Atrás quedaban tejados y cúpulas, los tranvías, el río y la despiadada fealdad de los gigantescos edificios oficiales. En la ciudad que dejábamos unos despertarían, y otros muchos se echarían a dormir teniendo la completa seguridad que por mal que vinieran las cosas aquella noche no les iban a venir a buscar.

En los días siguientes, el camión nos llevó con el mismo parsimonioso traqueteo por carreteras malas y a través de caminos bacheados. A veces se nos ponía la piel de gallina al pensar que podríamos volcar. La llanura se nos mostraba inmensa. Cruzamos aldeas, dejamos atrás colinas bajas y bosques, las nubecitas blancas fueron dejando paso a un cielo cada vez más azulado y diáfano, hasta que llegamos a nuestro ansiado destino. Durante el trayecto las patatas sufrieron los inconvenientes con entereza venusiana. Iban amontonadas en una caja, se notaba que estaban en mal estado. Los brazos se les habían encogido, apenas mostraban unos mínimos brotes macilentos. No disponíamos de gas carbónico, ni de los rayos vivificadores de Nikodímov. Sufríamos por ellas, nos daba pena su aire desvalido. Tampoco el frío nocturno les sentaba bien, igual que a las drosófilas, que dormían dentro de un bote de mermelada. Koroféiev las tapaba con una manta como se hace con los niños, les tarareaba por lo bajini; si yo no hubiera estado les hubiera cantado una nana o narrado algún cuento de Iván Zarévich para que se durmieran. Desde luego, no estaban para sumarse a una conversación. Por el contrario Koroféiev, alegre como un niño, respondía a todo con agudezas; le parecía estar participando en una excursión escolar. Bebía menos de lo habitual. El efecto del vodka solo conseguía ponerle nostálgico.

—Qué pena que no esté con nosotros el camarada profesor, formaríamos un trío para beber. Se bebe mejor de a tres. —No quise defraudarle, pero Nikodímov era un completo abstemio, tampoco quería yo darle a la botella, así que cambié de conversación.

—En su juventud, no se ofenda, fue usted un kulak, ¿no es así?

—Es cierto. Mi familia era en parte de origen tártaro, vivíamos en la región del Volga, pero mientras otros jóvenes a mi edad cabalgaban con las huestes blancas, yo preferí dedicarme a cultivar la tierra y leía con entusiasmo libros de agronomía. En la Exposición Agrícola de Moscú, del año veintitrés, se me otorgó una mención honorífica por la cantidad de leche obtenida por una vaca mía.

—¿Y qué le sucedió?

—Me echaron diez años.

—¿Pero por qué motivo?

—Pues por nada.

—¿Pero por qué por nada?

—Diez es lo normal, usted camarada profesor debería saberlo. Si fuera por algo siempre te echan veinticinco.

—Es cierto, disculpe. Aun así es mucho tiempo. Pero usted consiguió volver. ¿De dónde sacó la fortaleza para conseguirlo?

—Pues no lo sé. Volví a los siete años, conseguimos superar el cupo fijado, y aún me parece un milagro. Pero el frío se me pegó para siempre en los huesos y en mis sueños, solo el vodka me lo saca de encima. Quien ha estado allí, nunca olvida. ¿Sabe?, allá en el Norte en septiembre el aire ya se volvía helado, el agua del río Kolymá se ponía a humear, como si ardiera. Formaba una niebla de dos metros de altura. Parecía que la Baba-Yaga3 estuviera removiendo el caldero. Después se helaba también el agua. La temperatura bajaba hasta cincuenta bajo cero. El martillo con el que tocaban la diana a las cinco de la mañana se resquebrajaba.

—Me parece horrible mandar a la gente a esos lugares.

—Ustedes los científicos no entienden ni torta, siempre viven en las nubes. Sueñan con colonizar el espacio. Los burócratas son prácticos, han decidido colonizar el Norte y las regiones polares, usando para ello a los kulaki y a los prisioneros. El NKVD4 suministra mano de obra en abundancia, miles de personas acuden sin titubear a su llamado. A cada cual le llegará su turno. En Kolymá abundan todavía los osos, pero un día no lejano se convertirá en un área casi tan poblada como lo es ahora Moscú. Una vez, volviendo de la mina, se plantó un oso junto al camino. No sabía con qué defenderme así que me puse a hablarle y él caminó a mi lado como si fuera un amigo hasta que el guardia le vio y el muy bestia se puso a disparar.

—Es curioso, Benito Vasilyevich, me parece como si acabara de conocerle hoy mismo. Si le he dicho algo inconveniente estos meses, le ruego que me perdone.

—No ha cometido nada que se deba perdonar —el conserje empezó a hablar más despacio como si pensara en voz alta—. En cambio yo… Pero tampoco soy la persona indicada para el papel asignado.

—Perdone, ¿cómo dice?

—Lo cierto es que no sé guardar un secreto. Además, en mi caso la simpatía y la antipatía cuentan. Cuando vienen dos hombres a preguntar por alguien a quien considero simpático soy incapaz de callar, aun sabiendo que violo un secreto. Voy y le advierto. Días antes de partir Bodriosenko y Lysenko me ordenaron que le espiara. Ya ve, señor Vavilov, lo tengo difícil. Me van a dar para el pelo.

—La gente bondadosa siempre lo tiene difícil. Permítame que le dé las gracias.

El conserje no respondió, sino que se arropó con la chaqueta, le había entrado frío. Poco después se le oía roncar plácidamente. Yo intentaba reflexionar sobre lo que me había contado, cuando un fuerte bache me sacó de cavilaciones. «Mejor será que preste atención a la carretera». En realidad la carretera había desaparecido y transitábamos por un camino. «¡Vaya!, perderse justo ahora que ya casi habíamos llegado. ¡Ah! Ahí veo la aldea entre los árboles». Las casas eran de madera, con los tejados cubiertos de paja. Aunque ya no supe cómo acercarme, el camino se había acabado. Eché un vistazo a Koroféiev, pero seguía dormido. Finalmente detecté un sendero abrupto a mano izquierda que bordeaba un arroyo. Parecía que pesados camiones, probablemente militares, lo habían utilizado hacía poco. Días atrás nos habíamos topado con algunos camiones que regresaban de Polonia, detrás de ellos caminaba una columna de prisioneros agotados, con caras de volver de un entierro. Luego caí en la cuenta que, efectivamente, ellos venían de asistir al funeral de su amada patria. Bajamos por ese camino de grava y me quedé embobado admirando la belleza del paisaje, los campos de trigo y un lago apacible. Era fácil entender por qué la ingeniera había elegido ese lugar apartado para poder trabajar en calma. Mi hermano Serguéi le dio a conocer el propósito de mi viaje. Svetlana vivía es una isba separada, cercana a la carretera, y salió a recibirnos al escuchar el ruido del motor, aunque, según nos explicó después, se extrañó de vernos llegar desde la dirección opuesta, sin pasar antes por la aldea. Debí salirme de la ruta mientras hablaba con Koroféiev y tomé el trayecto más enrevesado. Paré el motor para preguntar a una mujer que caminaba con paso firme hacia el camión. Parecía fuerte, de aspecto campesino, con los cabellos oscuros y la cabeza bien alta, y resultó que era ella, que ya habíamos llegado. Sus ojos me cautivaron, tenían ese color del trigo en sazón. Traía puesto un delantal, y parecía no haber salido en toda su vida de la aldea, que no hubiera visto nunca un coche a motor, ni un ferrocarril. Sus mejillas se le enrojecieron un poco cuando bajé del camión. Me quedé, sin saber qué decir. Finalmente Koroféiev me dio un codazo y borró el encanto de ese primer instante embarazoso. «Te has puesto en ridículo, Nikolái. Habrá pensado que se te comió la lengua el gato, o que los moscovitas son mudos de nacimiento. Seguro que tenías abiertos los ojos igual que un búho». Así me lamentaba mientras explicaba a la ingeniera cómo fue el viaje que nos llevó hasta allí. Svetlana no me dejó terminar. Enseguida se puso a hablar de trabajo y me quedé anonadado por sus conocimientos y el entusiasmo sin límites que mostraba. Lo imposible le parecía cosa fácil, lo difícil ya lo daba por hecho:

—Naturalmente el viaje a Venus es factible, hasta sencillo diría yo. Basta con tener en cuenta la masa total inicial, la masa final y la velocidad de los gases de salida con respecto al cohete. Y construir el cohete, claro. Pero eso es una minucia.

—¿Y cuándo se tarda? ¿Meses, años...?

—Esos meses y años de los que habla ya han pasado. Es cierto que cometí algunos errores, y tuve que recomenzar de cero unas diez veces. Pero, como le decía, eso son minucias. Ahora trabajo en el Proyecto Experimental XI, el definitivo.

—El definitivo. Ya veo. ¿Y cuándo estará listo?

—De hecho está construido y listo desde hace semanas. En espera de un piloto capaz. ¿Para qué le han enviado a usted, si no? A mí no me permiten conducir. Por un tema de seguridad, me dicen. En realidad piensan que podría huir al extranjero llevándome secretos militares. El despegue está programado para la próxima semana. No fue posible guardarlo en secreto, se necesitaba el permiso.

—O sea, que tendremos a algunos burócratas con nosotros.

—Aún peor, desgraciadamente también ha sido informada la prensa. Esperamos tener por aquí a un buen montón de gente. Un desastre, si me permite decirlo, me molestan las multitudes.

—Lo lamento también por mí, pero lo encuentro extraño en una joven agraciada como es usted, ¿acaso no desea que su trabajo tenga repercusión?

—No tiene nada de extraño —Ella se ruborizó—. Hay gente que ama la soledad y que se complace en permanecer siempre en su concha, como los caracoles. Esta nave espacial es mi caracol —Se rió—. Y además no tengo pretensiones de ocupar un cargo.

—¿Y no le asusta que mi misión no tenga carácter oficial?

—Mire, no soy una mujercita de su casa, ya debería usted saberlo, yo me dedico a la Ingeniería. En su caso, Serguéi dio un nombre falso y pasó el filtro. No me corresponde a mí juzgar. Lo que tenga que hacer hágalo y punto.

Hubo después un punto y seguido que lo puso ella. Me miró de nuevo de aquella manera que me paralizaba. Tocó con su dedo mi bigote. Sí, mi bigote lacio y encanecido, tan diferente de aquel otro que llevara antaño orgulloso. Lo miró como una gata relamiéndose, sus ojos decían: «Me gusta, camarada…». Pero fue un breve instante. La luz en sus ojos se apagó y seguimos hablando de trabajo. Lo primero es el progreso de la ciencia.

—Su llegada ha sido discreta, les felicito.

—No estuvo planificado. Para mayor seguridad, podríamos guardar el camión en aquel cobertizo.

—No, eso no es posible, dentro tengo la nave. Dejaremos el vehículo detrás de la casa. Le pondremos una lona y paja por encima, con eso bastará. Venga, se la mostraré.

Fuimos al cobertizo. Koroféiev se ocupó del camión y acomodó las maltrechas patatas. La zona olía a gasolina y queroseno. La nave tenía forma de huevo gigante con una puerta circular, su interior era tan estrecho que no podíamos estar Svetlana y yo juntos sin rozarnos al menor descuido. Estaba lleno de esferas con agujas de reloj que parecían flotar en el aire. Montones de botones y bombillitas ocupaban toda la superficie desde la altura de la cintura hasta casi llegar al techo. También había un pequeño telescopio.

—¿Qué es todo esto? —pregunté. Ella sonrió y me explicó pacientemente el funcionamiento de los distintos aparatos.

—Esta es la palanca del reóstato, hay que darle la vuelta para poner en marcha el motor de explosión. Aquí está el segundo reóstato. Funcionan a un tiempo.

—¿Y qué voy a respirar? Sin aire no es posible vivir.

—Eso son tonterías, profesor. Lo único sin lo cual no se puede vivir es el dinero. Pero mire, éstos son los cilindros de oxígeno y éstas son las cajas para eliminar el gas carbónico. Aquí dentro se guardan los víveres. A través de estas cuatro claraboyas podrá observar el espacio exterior.

—¿Aguantará? ¿Hizo bien sus cálculos? —De pronto mis miedos, reprimidos bajo una capa de imperturbabilidad científica, habían estallado.

—La nave lleva un doble casco de acero, la parte inferior es más pesada, tiene un parachoques arriba, y un paracaídas que sirve para frenar la nave. El combustible lo fabrican en Leningrado, es de un tipo especial y es lo que nos llevó más pruebas y quebraderos de cabeza. Ahora está resuelto. La nave carga una provisión suficiente para cien horas de vuelo. El Estado me proporcionó los materiales para la construcción, y yo me gasté todos mis ahorros. ¿Desea saber algo más?

—Está bien, disculpe. Confío en su sapiencia. Aunque sí, tengo otra pregunta. ¿Cuándo comemos? —Sonrió.

—Eso también ha sido previsto. Acompáñeme. —En breves minutos había sobre la mesa unos riquísimos raviolis rellenos de queso, regados con
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