Primera Parte (18 pág. Revisada el 15/08/2013)




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LA CARNADA

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Primera Parte (18 pág. Revisada el 15/08/2013)

1

Tras el asesinato de J. F. Kennedy, ocurrieron una serie de crímenes, “accidentes” y “suicidios” sin aparente relación, pero en realidad derivados en forma directa de este crimen y estrechamente vinculados entre sí.

Algunos tuvieron amplia difusión; otros, en cambio, pasaron casi desapercibidos y al despertar escaso interés en la opinión pública fueron condenados en poco tiempo al más completo olvido.

No es comparable la muerte de Lee Oswald -por ejemplo- con la de un ignoto servidor policial integrante del grupo que investigaba el atentado de Dallas, aun cuando ambos tuviesen un común denominador: el tan sonado magnicidio.

Del asesino del ex presidente mucho se ha dicho y escrito y sería redundante volver sobre el tema. En cambio, nada se ha publicado hasta la fecha acerca de Peter O´Ruorke, un desconocido oficial de policía descendiente de irlandeses; trabajador y tozudo hasta el exceso, impulsivo como todos los de su raza y -como el ilustre manchego de la triste figura- muy capaz de luchar con molinos de viento o arremeter contra dragones, fantasmas o aparecidos para “desfacer entuertos” o proteger a desvalidos.

En el momento del crimen del presidente este modesto servidor contaba con cuarenta y cuatro años. Hombre de recia contextura, disciplinado y obediente, con una foja de servicios envidiable y envidiada por más de un compañero; vivía sin mayores sobresaltos, compartiendo los pocos momentos libres que el trabajo le concedía, con su esposa Anna y Anthony, único hijo del matrimonio, aventajado estudiante de derecho.

Solían pasar los fines de semana o días feriados en el campo. El capitán Wallace, “su capitán”, le cedía la cabaña de su propiedad; ubicada en un valle encantador, a orillas de un pequeño curso de agua donde abundaban los peces. El lugar era de ensueño y, lo principal, a tres horas escasas de viaje.

Peter, en compensación, limpiaba los alrededores. Su jefe solía decir que le convenía más pagar el combustible y la comida al teniente y su familia durante varios días que ocupar personal para el mantenimiento.

A partir del “Caso Kennedy”, O´Rourke, como tantos otros policías, debió alterar su rutina; comía en casa esporádicamente y en ocasiones pasaba hasta dos semanas sin aparecer; debiendo conformarse con llamar por teléfono cuando las exigencias del trabajo se lo permitían.

Estaba muy satisfecho con la marcha de la investigación. Algunas averiguaciones realizadas por su cuenta y riesgo dieron un vuelco insospechado al caso, mostrando una serie de falencias y conductas altamente sospechosas de varios jefes encumbrados del FBI, la CÍA y un importante sector del Pentágono; contando la mayoría de las veces con la anuencia o complicidad de muchos políticos destacados, incluso del propio entorno presidencial.

Por un lado, celebró íntimamente el logro obtenido, pero por otro, tomó conciencia de la enorme responsabilidad y peligro que esto conllevaba; tenía dichas pruebas en su poder y le quemaban las manos. Comprendía que manipulaba una bomba a punto de explotar y lo invadió el temor, un miedo irracional, justificado por diversas experiencias recogidas en su extensa carrera profesional.

Supo que estaba en el camino correcto; ahora entendía por qué eliminaron a Oswald y se imaginó a sí mismo en idénticas condiciones. No temía por su seguridad, sí por la de los suyos; por ello en ningún momento dejó entrever en su casa dato alguno por insignificante que fuese, cuanto menos supiera su familia al respecto, mejor; más segura estaría.

Resistió la tentación de presentar las pruebas: fotografías, grabaciones y una serie de papeles que fue reuniendo con perseverancia y sutileza para no despertar sospechas. Tenía el convencimiento de que el único en quien podía confiar plenamente era el capitán Wallace, hombre probo, y amable que siempre brindaba a sus subordinados un trato amistoso, casi paternal.

Trató en reiteradas ocasiones de encarar el tema y estudiar la reacción de su superior pero diferentes motivos se lo impidieron: la llegada inoportuna de alguien, un alerta radial cuando realizaban patrullajes, la salida precipitada hacia una emergencia, etc.; la cuestión por lo tanto se fue dilatando y el desarrollo de los hechos lo obligaban a proseguir su pesquisa, que día a día se tornaba más y más interesante, difícil y riesgosa.

Le parecía mentira descubrir los ocultos e intrincados mecanismos del sistema; muy democrático, respetuoso de las instituciones y normas legales. Sin embargo, las apariencias, como ocurre a menudo, distaban mucho de la realidad.

Por la importancia del caso y los poderosos e influyentes personajes involucrados en él, toda precaución le pareció poca. Con la paciencia de un monje fue ordenando y guardando cuidadosamente ese cúmulo de evidencias, ya llegaría el momento oportuno de presentarlas.

Un fin de semana largo solocitó una entrevista al capitán; deseaba poner en sus manos el material, para que él continuara con la investigación. Convinieron por teléfono reunirse en el despacho del superior al finalizar la tarde. Puso en el baúl del coche patrulla el maletín que contenía los elementos sobre el caso K. y salió con su compañero a efectuar la ronda de rutina por las calles de la ciudad.

Como el vehículo mostró desde el comienzo una serie de fallas dificultando su labor, debieron reemplazarlo. Con la urgencia que imponían las exigencias del trabajo, O´Rourke olvidó los documentos probatorios dentro de la patrulla averiada. Al advertirlo pensó retirarlos al finalizar el turno y se abstuvo de mencionarlo a su compañero, el asunto no era de su incumbencia.

La jornada se le antojó más larga que de costumbre, los nervios y la adrenalina hacían su trabajo.

Fue a retirar las pruebas del coche patrulla y el corazón le dio un vuelco, no estaban. El mecánico dijo que todavía no habían revisado el vehículo y nadie se había acercado a él; sin embargo, no halló rastros del portafolio. Revisó otras unidades, por si se confundía de móvil; el resultado fue el mismo. Los materiales reunidos con tantísimo esfuerzo se habían evaporado...

Decepcionado, llamó al capitán explicándole lo sucedido y éste restó importancia al asunto aconsejándole dejar la entrevista para otro momento; pero él, empecinado insistió en verlo de inmediato.

-Señor –manifestó a su superior, entrando en la oficina- hay una mano negra detrás de todo esto...

-¿No será un exceso de tu imaginación al someter a la mente a un esfuerzo excesivo?, suele ocurrir.

-¡No! ¡Estoy plenamente seguro! Volveré a reunir las pruebas y...

-No es necesario. Si, como dices, están involucrados personajes tan encumbrados, nada podemos hacer. Jamás venceremos al sistema –ante el gesto insistente de su subalterno, prosiguió-, tienes más para perder que para ganar, te aconsejo alejarte del asunto. ¡Es más, debes olvidar todo! ¡Lo digo por tu bien!

-¡Capitán, puedo rehacer el expediente! –manifestó O´Rourke con énfasis.

-Te pido que lo dejes... ¡Te lo exijo!

-¡Pero Capitán!...

-¡Es una orden! –el tono tajante, casi furioso, sorprendió al oficial.

-Nunca desobedecí una orden, esta vez, sin embargo... ¡lo haré!

-¡Te prohibo terminantemente continuar con el caso!, ¡desde ahora estás fuera de él! –la voz del jefe sonó como el trallazo de un látigo.

-Pediré licencia y trabajaré por mi cuenta y riesgo. La indignación y una firme determinación se reflejaban en los ojos del oficial.

-Bien, no me dejas opción. ¡Tú lo has querido!...

El capitán fue hasta un mueble y mostró a O´Rourke el maletín conteniendo la documentación del caso K; su rostro acusaba un terrible cambio, las pupilas dilatadas por el furor hablaban de crueldad y demencia.

-¿Cómo? ¿Qué significa esto?...

-Que el coche patrulla estaba preparado para ser cambiado, nunca tuvo un desperfecto.

-¿Qué?... No entiendo...

-Todo es producto de un plan cuidadosamente elaborado, hasta en los menores detalles. Si no lo hubieses olvidado en el coche nos obligabas a emplear otros métodos muy expeditivos; pero menos deseables, por supuesto.

El oficial, en forma casi imperceptible dirigió la diestra hacia el arma, recibió un terrible golpe en la nuca y apretó el gatillo al derrumbarse.

2

Esa mañana Anthony se encontraba de excelente humor: el equipo de su división ganó el último torneo inter universitario, clasificándose para enfrentar a los campeones europeos. Estaba orgulloso de ser su capitán.

Como colofón, aprobó los exámenes con calificaciones óptimas. Uno de los preceptores lo encontró trabajando en la biblioteca y le comunicó la triste noticia. El cuerpo de su padre había sido encontrado en las excavaciones de una vieja construcción de las afueras de la ciudad. Se ignoraba cómo había muerto, aunque las autoridades policiales presumían que se trataba de un asalto a mano armada, sin relación alguna con su profesión. El personal asignado al caso, bajo las órdenes del capitán Wallace, era pesimista en cuanto al resultado de la investigación. En uno de los allanamientos, antes de escapar los sospechosos, habían herido en al oficial en el muslo y estuvo a punto de sufrir la amputación de la pierna derecha.

O´Rourke fue despedido con todos los honores por las autoridades policiales y políticas y por sus camaradas, que lamentaban la pérdida del valeroso e incorruptible sargento.

Su esposa quedó destrozada, por tal motivo Anthony decidió dejar los estudios temporariamente para cuidarla, aprovechando también los momentos libres para indagar acerca del crimen de su padre. Desde el principio tuvo la convicción de que lo habían eliminado a causa de su trabajo; ahora recordaba ciertos comentarios vagos sobre la muerte del presidente Kennedy, lamentó no haberle prestado más atención en su momento.

En su afán por desentrañar el misterio del asesinato de su padre, repitió los pasos de éste respecto al caso K. Lo cierto es que en corto tiempo reunió prácticamente las mismas pruebas irrefutables sobre él.

Con un tesón rayano en la obsesión decidió publicar la historia del mentado crimen, ante la indiferencia de las autoridades judiciales y políticas, que le cerraron todas las puertas, poniendo innumerables trabas a su labor investigativa. Por ello, realizó la edición de “La verdad” en forma independiente. La verdad, nombre apropiado para el libro que contaba la trama exacta del resonante suceso.

Escritores y críticos literarios dijeron que era “una excelente novela, totalmente fantástica, basada en un hecho real, pero exenta por completo de veracidad”; o bien, “un intento de convertir en Bet-seller a su ópera prima, abordando un tema por demás delicado e interesante; pero elaborado por su inventiva sin fundamentarse en los hechos”.

Siguió escribiendo, atacando permanentemente al sistema: corrupción, injusticias, abuso de poder y negociados de funcionarios, fueron -entre otros- los temas de sus cotidianos comentarios. Con el correr del tiempo, el nombre de “El lobo solitario” –seudónimo con el que firmaba sus notas- llegó a ser sinónimo de sensacionalismo y valentía para enfrentar al poder.

En esa vorágine periodística, luchó contra la “mafia” que organizaba y controlaba el contrabando de armas y drogas en EE. UU. Se encontraba trabajando en la redacción cuando recibió el llamado telefónico, Le exigían abandonar el caso en cuestión. Furioso, prometió ser más duro aún con la organización. “Antes de la noche lamentarás tu actitud”, respondieron.

Prosiguió su tarea con mayor ímpetu, cual si la amenaza recibida le hubiese insuflado nuevas energías.

Al regresar por la noche a su casa encontró un grupo de personas ante la puerta. Su madre se encontraba grave, la había atropellado una camioneta y en ese momento estaba siendo trasladada al hospital.

Ingresó en estado de coma profundo y falleció por la madrugada.

El conductor escapó sin ser identificado y los testimonios de los vecinos se contradecían sin aportar dato alguno sobre vehículo. Para la policía fue un lamentable accidente, en cambio Anthony sabía perfectamente que fue asesinada; sin embargo, no lo comentó por carecer de pruebas y con la esperanza de hallar algún día a los responsables.

A partir de ahí su carácter cambió, se tornó más retraído, dejó de frecuentar las reuniones de amigos y se volcó por entero a su trabajo, logrando trascender muchas veces con artículos de suma importancia.

Fue relacionándose con publicaciones europeas y no era raro encontrar sus artículos o comentarios en periódicos del viejo mundo.

Por entonces conoció a una joven bailarina rusa, exiliada por razones políticas. Desde un primer momento los unió la coincidencia de ideales; al transcurrir el tiempo, lo que había comenzado como una hermosa amistad se fue convirtiendo en un apasionado romance. No podían estar separados ni un instante.

Pese a su común manera de pensar y compartir sueños e ideales, Petrova siempre le cuestionó que enfrentara a los poderosos tan abiertamente; ya que, según ella “lo hacía en condiciones desiguales”, quedando sin protección, librado a su propia suerte. Tuvieron más de una discusión, llegando por tal motivo a estar varios días sin dirigirse la palabra; cosa que después ambos lamentaban.

Cuando estalló el “Caso Watergate”, el joven periodista fue más allá de los trascendidos. Reunió evidencias tan cuantiosas e importantes que lo impulsaron a presentar su segundo libro, “Trampa de juego”, en evidente alusión al renombrado caso y reflejando fielmente “hasta en los más ínfimos detalles” lo acontecido.

En la obra quedaban muy mal parados personajes sumamente influyentes: políticos, empresarios, militares y hasta jueces. Pero los más comprometidos eran, sin duda, los jerarcas de los servicios de inteligencia: el FBI, la CÍA y el Pentágono.

Ante la inminente aparición del libro recibió una serie de presiones, intimándolo a desistir de su presentación y, conforme acostumbraba, hizo caso omiso a las advertencias.

¡Cómo lo iba a lamentar!

Una noche fue al teatro a esperar la salida de Petrova; la joven era cabeza de compañía del Ballet Municipal que presentaba con gran suceso “El lago de los cisnes”.

Se entretenía escuchando música en la radio del coche cuando tres individuos lo atacaron, en pocos minutos se vio acostado en el asiento trasero, maniatado y amordazado.

Como en un sueño, más bien como en la peor de las pesadillas, escuchó los detalles de la tortura que le esperaba. ¡Los pelos de la nuca se le erizaron!

¡No podía ser cierto! “¡Esto no está sucediendo!” -se dijo.

Sin embargo, tirado boca abajo, sin posibilidad de ver, guiándose por el oído, comprendió la magnitud del desastre.

Oyó el forcejeo de la joven, su grito ahogado y el alarido de desesperación. Luego, la bruma lo envolvió...

Al recuperar la noción de sí mismo, de existir, le pareció que regresaba de muy lejos, de un lugar remotísimo, en un viaje iniciado hacía siglos. Llevaba tres días en el hospital luchando con la muerte, lo habían inyectado.

Recordó vagamente los últimos minutos de lucidez y al llegar otra vez al momento en que atacaron a su novia, se estremeció.

-Doctor, ¿qué pasó con Petrova? –preguntó al joven residente que controlaba su presión arterial-. ¿Dónde está?

-Se encuentra bien, en el tercer piso. La estamos preparando para...

-¿Qué le hicieron...? –la ansiedad y la desesperación se plasmaban en el rostro y el tono del periodista.

-¡Cálmese! Ya tendrá tiempo de verla... –tras esta escueta respuesta, el médico salió presuroso de la habitación.

Anthony se reponía lentamente, en los días siguientes intuyó que le ocultaban algo sobre Petrova, nadie quería hablar de ella; cada vez que la mencionó, las enfermeras desviaron la conversación con sumo tacto.

Le negaron la posibilidad de informarse.

-Nada de diarios o revistas, –dijo el médico- harán demorar su recuperación.

Hasta el aparato de televisión fue desconectado para mantenerlo aislado del resto del mundo.

Una madrugada, cuando reinaban la calma y el silencio, subrepticiamente, casi como un ladrón, se escapó del hospital.

Ante un puesto de diarios, llorando como un niño, perdió el conocimiento.

Otra vez el “extraño viaje” y el regreso a la realidad. Los titulares de las primeras planas parecían danzar ante sus ojos: “Petrova Berenovski será intervenida”. Otro: “El ácido quemó los ojos de la bailarina...”

¡No podía existir tamaña crueldad!

Se culpaba por haber sido tan irreflexivo arrastrando a la joven en su caída. Creyó volverse loco.

Tras una breve estadía internado, recuperando paulatinamente las energías, fue dado de alta y regresó a su mundo. No logró hacerlo por entero, parte de su vida quedaba en el hospital. Iba tres o cuatro veces al día a visitar a Petrova, que estaba siendo sometida a una serie de operaciones reparadoras en el rostro. Ésta se negó a recibirlo, prohibiendo terminantemente el ingreso del periodista, no quería que la viera en ese estado y él deambulaba por los pasillos, debiendo conformarse con los escasos informes de médicos o enfermeras.

Recibió la notificación del diario donde trabajaba “prescindiendo de sus servicios”, y para colmo de males, la editorial que se aprestaba a publicar “Trampa de juego” abandonó el proyecto, quemando la edición completa por “considerar un riesgo muy grande su presentación”. O sea que, sistemáticamente, se le estaban cerrando todas las puertas.

Comenzó a beber, al principio, en forma moderada; llegando al poco tiempo a pescar unas borracheras descomunales, que lo mantenían sumido en un sopor e inconsciencia casi permanente.

Publicó en revistas de segundo nivel, denunciando lo acontecido a él y a Petrova, dando precisiones de nombres y situaciones, muchas veces imposibles de refrendar con las pruebas correspondientes.

Su estilo se hizo más descarnado, directo, agresivo y hasta irrespetuoso; llegando a involucrar en hechos delictivos a personalidades que nada tenían que ver con los mismos.

Una noche, en medio de una de sus habituales sesiones libatorios, entre quejas, insultos y lamentos, una delegación policial lo llevó hasta la jefatura. Desde el comienzo utilizó su extenso repertorio dialéctico amenazando a los oficiales y profirió otra andanada de maldiciones contra el jefe que lo recibió en su despacho.

-Mira, hijo, fui un buen amigo de tu padre –dijo el funcionario- y resulta muy penoso para mí tener que darte una terrible noticia...

-¿Qué ocurrió...?

-La señorita Berenosvki ha fallecido.

El mundo pareció hundirse a sus pies.

-¿Cómo dice...?

-En un descuido del personal, se quitó la vida. Como no tiene familiares te informamos para que dispongas de sus restos.

Totalmente sobrio, a pesar del alcohol ingerido, tuvo real conciencia de la catástrofe.

–Petrova... ¡Muerta...! –sollozó-. ¡No puede ser! ¡Tiene que haber un error...!

-Lo siento –dijo el jefe, indicando a un subalterno que acompañara a Anthony a la salida.

Tras el sepelio de la joven bailarina, O´Rourke volvió a atacar; sin control, desquiciado; no meditaba a quién golpeaba o por qué perseguía a personas, instituciones o empresas. Obstinado, irreflexivo, totalmente ciego.

Una noche, en la cochera, recibió un fuerte golpe en la nuca.

Despertó en la oscuridad, percibió un leve ronroneo y la luz volvió súbitamente a su cerebro. Estoy en un avión, se dijo. La joven aeromoza le sonrió al pasar y en los altavoces sonó una voz de modulación perfecta que anunciaba en varios idiomas el inminente aterrizaje en Roma.

Tomó el pequeño maletín que estaba su lado, lo abrió y sus ojos se desorbitaron por el asombro. Encontró algunos objetos personales, su pasaporte, una breve nota del capitán amigo de su padre deseándole suerte y, lo que más le extrañó, un abultado fajo de dólares.

Bienvenido a Italia. El letrero luminoso del aeropuerto internacional romano lo recibía.

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